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Adam Zagajewski: «Disidente de los disidentes»

1 octubre, 2017Robert Rincón

 

Alejandro Oliveros

 

Hace veinte y dos años, a finales de 1982, llegaba a París un nuevo exiliado. Nada nuevo. Al fin y al cabo, París es la segunda patria de todos, como decía Víctor Hugo. El origen del desterrado era Polonia, cuyos nativos han sido asiduos del refugio parisino desde hace siglos. Chopin es apenas uno de los más conocidos. En este caso no se trataba de músico, sino de un poeta y ensayista, Adam Zagajewski, que se había convertido en una incómoda realidad para las autoridades de su país. En alguno de sus escritos da cuenta de su situación de entonces: «A finales de los setenta me convertí en un disidente; como poeta, quiero decir, como una persona que lee y escribe. Mi especialidad era la libertad y consideraba a los que seguían soñando con expresarlo ‹todo› como sospechosos, opositores de la libertad, defensores enmascarados de la sumisión política y tardíos defensores de la modernidad. Ahora, a comienzos de los ochenta, siendo la necesidad de convertirme en un disidente de los disidentes… Escucharlo todo, como se oye todo una cascada en la montaña, oír el sonido de todo, me parece indispensable». La escogencia para su destierro fue la más acertada. Nada mejor para oírlo «todo» que París, la Alejandría del siglo XX. Veinte y dos años después, Zagajewski sigue anclado en su exilio parisino: «Vivo en una ciudad extranjera y en ocasiones / hablo con extraños de cosas que son ajenas».

Adam Zagajewski nació en 1945 en la ciudad polaca de Lvov, integrada hoy a alguna de las repúblicas que una vez fueron soviéticas, en este caso Ucrania: «Perdí dos ciudades durante mi infancia. Perdí la ciudad donde innumerables generaciones de mi familia habían vivido antes que yo». La cita pertenece a Otra belleza, colección de ensayos publicada recientemente en inglés. Con estas prosas una nueva antología de sus poemas: Sin fin, siempre en versiones de Clare Cavanagh, la esmerada traductora a quien, en buena parte, se debe la fortuna del lírico polaco entre los lectores y estudiosos de habla inglesa. En 1997, la misma Cavanagh había traducido Misticismo para principiantes, con algunas de las mejores poesías que hemos leído del polaco.

La poesía contemporánea es uno de los grandes monumentos de la cultura occidental del siglo XX. En especial, la escrita después de la Segunda Guerra. Su difusión en castellano, sin embargo, no ha sido la más feliz. Poetas franceses, o norteamericanos, cuya permanencia en el canon pareciera todo menos asegurada, han sido editados a ambas orillas del Atlántico. El Premio Nobel ha contribuido a enmendar este distraído criterio. Tanto Czeslaw Milosz como Wislawa Szymborska fueron editados en España hace unos años. Más afortunado, pero solo en ese sentido, Zbigniew Herbert vio en castellano su Informe de la ciudad sitiada, a pesar de no haber sido distinguido con el premio que se merecía. Algunos, tan grandes como Aleksander Wat, o tan recientes como Zagajewski no han tenido suerte.

En un ensayo sobre Zagajewski, Charles Simic destacaba una particularidad de la poesía escrita en Polonia durante los últimos años: «La poesía polaca tiene una rara virtud: su legibilidad en una época en el que los experimentos modernistas han hecho de mucha de la poesía escrita en otras latitudes algo sencillamente hermético». Es cierto. Uno de los signos más peculiares de la modernidad fue su exaltación de la oscuridad como criterio estético. De allí su fijación con Góngora, Donne, D’ Aubigne o Silesius. Y su indiferencia antes Garcilaso, Spenser o Ronsard. «Il faut étre absolument moderne», había dicho uno de los fundadores. Pero se entendió que era «absolutamente necesario ser oscuro». Los poetas «claros» fueron victimizados en todas partes: Machado en España; en Venezuela, Rodolfo Moleiro. La modernidad estimuló entre los poetas un «oraculismo» dudoso que hizo de la ininteligibilidad la propia marca del genio. No en balde fue el «ismo» más popular del siglo pasado aunque el menos reconocido. Una antología del oraculismo moderno está por hacerse. No estamos seguros de que sea un honor ser incluido.

La inspiración de la claridad se reitera en los poetas polacos más notables. En uno de sus tantos textos memorables Czeslaw Milosz, desde hace décadas el más grande poeta, en cualquier idioma, reconoce esta virtud que para tanto poeta moderno sería un defecto, la sencillez: Milosz ha reemplazado aquí el «culto de las imágenes», que consagró desde temprano la modernidad, por la reflexión. Ese modo «ensayístico» que causaba, y causa horror, entre los vates consagrados a un lirismo pretendidamente deslumbrante e inspirado. Y Milosz no está hablando de cualquier cosa. No son, ciertamente, las impresiones de un poeta caminando por el Jardín Luxemburgo. El más serio: «Esparcían sobre las tumbas el mijo o la adormidera / porque llegaban las bandadas de pájaros-muertos. / Para ti coloco aquí este libro, Oh, lejano, / para que ya no nos visites más». Al año siguiente, desde su exilio en Estados Unidos, Milosz prolongó esta reflexión con la misma lucidez: «Nosotros a quienes la dulzura del día penetra en los pulmones / y miramos las ramas florecer en mayo / somos mejores que aquellos que perecieron… / Nosotros, los últimos en saber convertir el cinismo en fuente de alegría. / Los últimos cuya astucia es tan cercana a la desesperación…». Más claro no canta un gallo.

Charles Simic, que, como buen serbio, sabe de qué habla, sugiere que la «accesibilidad» de esta poesía tal vez tenga algo que ver con la historia de Polonia, el país más abundoso en dolores. La desaparición de la república en 1939 fue seguida por dos invasiones, los alemanes por el oeste, los rusos por el este. Cada uno con sus propios horrores, aunque insuperados los alemanes. En la tierra del Vístula llevaron a cabo el más espantoso genocidio de la Segunda Guerra, acaso comparable al realizado en la Rusia ocupada. Pero los dioses no habían considerado una tregua para los polacos. Después de la guerra, cuarenta años de comunismo, cuyo siniestro dominio sobre la vida de los ciudadanos apenas sospechamos. Y que deberíamos comenzar a considerar como una amenaza no tan vaga. En estas periferias nuestras somos propensos a asumir la historia en los términos postrágicos que reconocía Marx.

Si el peligro de una poética de los oscuro es la vacuidad y la confusión, una cortina de palabras-humo que no ocultan nada, el de una poética que aspire a la claridad, la transparencia, es la banalidad. Lo banal es lo epidérmico, lo que carece del menor interés. La poética de la banalidad confunde asunto y forma. En poemas como «A medianoche», Zagajewski expresa de modo transparente una experiencia que nada tiene de ordinario. Y no es fácil. Lo verdaderamente fácil era acudir a una expresión confusa, falsamente hermética, seudo-oracular y atardecida. Como acostumbra el vete que, huyendo de la claridad, disimula su menguada inspiración con un lenguaje que por oscuro cree elevado. Pero eso es otra cosa. Estamos hablando de la estética de la banalidad. La cual conoció días auspiciosos en Venezuela hace cosa de una década y que todavía tiene sus consecuentes seguidores. El poeta banal piensa que en su experiencia de todos los días se encuentra la materia de la lírica. Una cerveza en una fuente de soda, un nada contra lo cotidiano. No soy el más autorizado para asumir esta actitud. Pero sostengo que lo cotidiano debe presentarse como epifanía, como revelación para que se transforme en asunto del poema. Como las ciruelas de Williams o la figura de Guiomar en Machado.

:

A medianoche
Estuvimos hablando en la cocina
hasta la alta noche;
la lámpara de aceite brillaba con
suavidad
y los objetos, alentados por su
quietud,
surgieron en medio de la oscuridad
para decirnos
sus nombres: silla, jarra, mesa.

:

A medianoche, me invitaste a
contemplar
el oscuro cielo de agosto, recorrido
por una explosión de estrellas.
El pálido resplandor de la noche
infinita
temblaba encima de nosotros.

:

El mundo ardía en silencio,
un fuego blanco que lo envolvía todo,
ciudades, iglesias, pilas de heno con
perfumes
de trébol y yerbabuena. Los árboles
ardían
en sus copas, el viento, las llamas, el
agua, el aire.

:

¿Por qué es tan silenciosa la noche,
si los volcanes
mantienen los ojos abiertos y el
pasado
es presente, amenazando, acechando
en su guardia, como el enebro o la
luna?
Tus labios están fríos y la aurora
será un pañuelo en una frente
enfebrecida.

………………(de Misticismo para principiantes)

:

Este es uno de los poemas más inspirados del poeta polaco. Quiero decir que es el resultado de una experiencia epifánica. Lo cotidiano, de repente, se hizo extraordinario. La noche no era la misma. Y las estrellas en el cielo eran las del primer día de creación. Zagajewski es respetuoso y discreto. Se esfuerza en expresar esta vivencia privilegiada con claridad. No se cree un oráculo. Se limita a comunicar lo que le correspondió vivir durante esa medianoche. En la primera estrofa, en un espacio que es el mismo de las pinturas de Vermeer, la luz de una lámpara, no de un bombillo, propicia el avance de las cosas. Simplemente se presentan a sí mismas: «silla, jarra, mesa». Así de sencillo. Como suele ocurrir con las verdaderas epifanías. Es medianoche y los objetos agradecen su compañía. Aman la medialuz. Se sienten a sus anchas en la penumbra. Una vela de Georges Latour las ilumina mejor que cien reflectores. La luz de la lámpara se corresponde con la de las estrellas. Son un mismo fuego. Es la luminosidad de lo que es revelado. Temblorosa y fija. Todo arde en este blancor perfumado. También, al final, arde en una frente enfebrecida al cabo de esa noche iluminada y mística.

En una oportunidad, Milosz reconoció que los polacos, al enfrentar grandes conflictos, esperaban una intervención divina que lo resolviera todo. Rara vez ha ocurrido así. Pero en algunos poetas de Polonia el sentimiento religioso se mantiene vivo, aunque de manera oblicua, tangencial. Zagajewski es uno de ellos («Dios, ¿por qué moriste?». Asuntos como éste son la materia de su poesía. Y otros como el amor, la soledad. Y el destierro. Aun en parís, o especialmente allí, la sorda tragedia del exilio se padece con la intensidad de una cadena perpetua. Incluso en los días más brillantes, que son los menos, una niebla se puede divisar en el horizonte: «Lentamente, París se acerca /con su aura dorada y sus dudas grises».:

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Estas notas de Alejandro Oliveros sobre Adam Zagajewski se encuentran publicadas en nuestra edición impresa n.° 136.
Etiquetas: Adam Zagajewski, Adam Zagajewski Disidente de los Disidentes, Alejandro Oliveros, Archivo, Poesia, Poesía polaca, Polonia, Premio Princesa de Asturias de las Letras
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