Wallace Stevens
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Mi primera proposición es que el estilo de un poema y el poema propia mente son la misma cosa. Uno de los poemas más conocidos de Fleurs du Mal es el (XII) que lleva por tilde «La vida anterior». Comienza con el verso
J’ ai longtemps habité sous de vastes portiques
o sea,
Mucho tiempo viví bajo los vastos pórticos.*
Y continúa:
que los soles marinos teñían de mil fuegos,
y cuyos grandes pilares, altivos y rectos,
les asemejaban las rutas basálticas.
El poema tiene que ver con la vida entre las imágenes, los colores y los sonidos de esas ocasiones tranquilas y sensuales.
En medio del azur, de olas, de fulgores,
y así sucesivamente. Escogí este poema para ilustrar mi primera proposición, porque es un poema fácilmente reconocible en sí mismo, sin ninguna referencia al modo en que se nos presenta. Si el estilo y el poema que ilustre esto último como, por ejemplo, Lake-lsle of Inisfree, de Yeats. Un poema traducido del francés sería un ejemplo en el que el estilo se pierde en la paráfrasis de la traducción. Por otra parte, el poema de Baudelaire nos es útil porque sirve para identificar lo que significa el poema en sí. La idea de una vida venidera, o como la idea de una vida distinta, parte del repertorio clásico de las ideas poéticas. Pertenece a un solo legado de tópicos poéticos. Precisamente, entonces, puesto que es parte de la tradición y puesto que comprendemos su naturaleza romántica y sabemos a qué atendernos, nos conmueve profunda y súbitamente cuando lo oímos declamado por voz que dice:
Mucho tiempo viví bajo los vastos pórticos.
Es como si hubiéramos entrado a unas ruinas y nos asustara una banda de pájaros que levantó el vuelo mientras entrábamos. Lo familiar se convierte en poco común, y en lo subsiguiente, cuando pensamos en esa escena particular, recordamos como quedamos pasmados y como las hambrientas palomas de otro mundo se alzarondesde la nada y desaparecieron. Estamos mirando una habitación recortada. Todas las residencias antiguas son objeto de estas transformaciones y nuestra experiencia incluye una sucesión de residencias antiguas: moradas de la imaginación, ancestrales o memorias de lugares que nunca existieron. Es evidente que, en este mundo de pareceres débiles y pensamientos confusos en el que estamos cara a cara el poema que nos penetra y nos deslumbra, y el efecto es un efecto de estilo y no del poema propiamente, o al menos no tan solo del poema. La integración efectiva no es prescindir del tema. Tiene que ver con el estilo con que se nos presenta el tema.
Aunque me he circunscrito de un caso de la relación entre el estilo y lo familiar, podríamos obtener el mismo resultado al considerar la relación entre el estilo y sus propias creaciones, es decir, entre el estilo y lo no familiar. Lo que en realidad estamos discutiendo son las creaciones del arte y la literatura modernos. Si tenemos en mente el hecho de que la mayor parte de los poetas tienen algo que decir están satisfechos con lo que dicen y que los poetas que tienen poco o nada que decir están primordialmente preocupados con el modo en que lo dicen, la importancia de esta discusión se torna evidente. No quiero sugerir que los poetas que tienen algo que decir no son los poetas que importan; pues es obvio que si el estilo del poema y el poema son una misma cosa, como consecuencia, al avalar el estilo y sus creaciones, o sea, la relación entre el estilo y lo que no nos es familiar, puede ser, o darse el caso, que los poetas les importen. Hoy día, los pintores que tienen algo que decir son menos admirados que los pintores que al parecer tienen poco o nada que decir pero que por lo menos creen en que el estilo y el cuadro son la misma cosa. La tendencia a la arbitrariedad o al esquematismo en las construcciones poéticas, desde el punto de vista estilístico, es muy fuerte; y por supuesto si estas construcciones fueran efectivas resultaría evidente que el estilo y el poema son uno y lo mismo.
A la luz de esta primera idea, el prejuicio en favor del uso de un inglés sencillo, por ejemplo, pierde validez. Jamás he logrado entender por qué lo que conocemos como el lenguaje anglosajón deba estarle regateando a otras palabras el derecho a estar sobre la página. Si algún poema precisa de alguna frase hierofántica, debe tenerla. Lo que estamos tratando de decir es que una de las consecuencias de la disposición del estilo es ensanchar, enriquecer y liberar al poema: no limitarlo ni empobrecerlo.
La segunda idea tiene que ver con la poesía y con los dioses, ambos antiguos y modernos, ambos extranjeros y domésticos. Para simplificar, me referiré solamente a los dioses antiguos y extranjeros. No voy a referirme a ellos en el sentido religioso sino manifestaciones de lo imaginario, los he pensado desde el punto de vista del estilo, es decir, de su estilo. Cuando pensamos en Jove, aunque demos por sentado que es el símbolo de la omnipresencia, el gobernante del mundo, no le tememos. Es de tamaño sobrehumano, pero no tan sobrehumano como para aturdirnos e intimidarnos. Tiene una gran cabeza y una barba y es un monumento que nos dejan con impresión de bondad y nos trae a la mente las historias que hemos oído de él. Todas las imágenes nobles de los dioses han sido profundas y la mayor parte de ellas se han olvidado. Hablar del origen y del fin de los dioses no es un asunto superficial. Es hablar del origen y del final de las épocas del pensamiento. Y aunque sea fácil mirar retrospectivamente a aquellos que han desaparecido como si fueran juguetes de una artimaña cósmica, y que aquellos que les hicieron solicitudes y les honraron y recibieron sus favores cual inocentes de leyenda, no obstante, tenemos que conceder que los dioses eran personajes de exaltación y gloria absolutas. Sería un error pensar que existieron como resultado de la indigencia del espíritu. De hecho fueron, como podemos apreciarlo hoy, los evidentes gigantes de una época vivida que concibió el estilo de los dioses y los dioses propiamente como una misma cosa, según el estilo de las criaturas de esa época.
Esto me lleva a la tercera idea, que es el siguiente: En una época de escepticismo, o, lo que es decir, en una época en gran medida humanística, de un modo u otro, es el poeta quien proporciona el desagravio de la fe, a su medida y de acuerdo a su estilo. Digo a su medida para indicar que las figuras del filósofo, del artista, del maestro, del moralista y otras, incluyendo al poeta, se encuentra en una época tal que las presiones de ambos, el individuo y la sociedad, han aumentado grandemente su importancia; y digo de acuerdo a su estilo con el fin de limitar al poeta su papel y así intensificar ese papel. Es sobre esto de lo que quiero hablar hoy. Quiero formular una concepción de la perfección en la poesía con la relación al tiempo presente y al futuro inmediato y especular sobre las actividades abiertas a esta según se despliega a través de las vidas de hombres y mujeres. Lo concibo como un papel de suma importancia. Es, entre otras cosas, un rol espiritual. Pero eso sería una digresión. En todo caso, no proponemos que el filósofo, el artista o el maestro ocupen el lugar de los dioses. De igual modo, tampoco proponemos que el poeta lo haga.
Ver a los dioses desvanecer en el aire y disiparse como las nubes es una de las experiencias humanas más espléndidas. No es que desaparecieran por un rato en el horizonte; ni que fueran vencidos por dioses de mayor poder y sabiduría. Sencillamente dieron en nada. Ya que siempre hemos gozado de una porción de su poderío y, evidentemente, de todo su conocimiento, compartimos igualmente esta experiencia de aniquilación. No fuimos nosotros los destruidos, sino ellos, y sin embargo de algún modo su destrucción nos ha dejado con la sensación de que también nosotros fuimos aniquilados. Nos dejaron desamparados y a solas, como niños huérfanos, en una casa que parecía abandonada, en la que cuartos y pasillos antes hospitalarios han tomado un aspecto de dureza y vaciedad. Lo más extraordinario de todo es que no dejaron recordatorios, ni tronos, ni sortijas místicas, ni textos del cielo o del suelo. No hubo plegarias para que retornaran. No fueron olvidados, pues habían sido parte de la gloria del mundo. Pero a la misma vez, ningún humano hizo solicitud alguna en su corazón en pro del restablecimiento de esas formas irreales. Hubo en todo ser humano un egoísmo progresivo, y en lugar de permanecer como observador, no-participante o delincuente, cada vez más se convirtió simultáneamente en todo esto, o al menos así lo pareció; e independientemente de que fuera así o solo lo pareciera, todavía quedó en manos de los hombres determinar la vida y el mundo en sus propios términos.
Pensar sobre el ocaso de los dioses crea singulares opiniones en la mente de quien lo hace. Una de esas opiniones es que los dioses de la mitología clásica fueron apenas proyecciones estéticas. No fueron el objeto de un credo. Eran expresiones de la delectación. Tal vez delectación es una palabra con connotaciones muy activas. Es cierto que estaban involucrados en el mundo venidero e inmortalidad del alma. También es cierto que eran objetos de veneración y, por lo mismo, de dignidad religiosa respeto sacro. Pero en la atmósfera azul del Mediterráneo estas blancas y un tanto colosales figuras tenían una dicha especial bienaventuranza. ¿Pudieron acaso ser creados para que exhibieran esa dicha, esa bienaventuranza? Pese a su divinidad, estaban sumidos en la gente que los rodeaba. ¿Constituye una de las actividades normales de lo humanos, en medio de la soledad de lo real y del inmerecido trato de la soledad proporciona, crear compañeros, un poco desproporcionados, como he dicho antes, que, si en lo superficial no son explicativos, se asume, al menos, que están en posesión del secreto de las cosas y que en última instancia llevan consigo, incluso si no siempre lo muestran, la peculiar majestuosidad humana, ni mucha ni poca? Ante un pueblo de gran inteligencia, cuyos dioses se han beneficiado de la aceptación y a quienes se han dirigido mentes superiores en un mundo superior, la parafernalia simbólica de los grandes se torna innecesaria y los héroes son de común ocurrencia. Como quiera que sea, la atmósfera celestial de esas deidades, sus celestiales moradas, distintas y postreras, no son el resultado del azar. Su grandeza fundamental es la grandeza fundamental de hombres y mujeres, quienes por necesitarla la crean, y la ennoblecen, sin indagar mucho sobre su origen.
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Fue el pueblo, no los sacerdotes, quien se inventó a los dioses. Los personajes de la inmortalidad eran superiores a las concepciones de los sacerdotes, aunque asumieran algunas de las ínfulas de estos. ¿Quiénes eran los sacerdotes? ¿Quiénes han sido siempre los sumos sacerdotes de cualquier deidad? Evidentemente ni los oficinistas ni las generaciones de oficiantes que dirigían los ritos y rituales. El verdadero y más ilustre sacerdote de Apolo fue aquel que compuso el más conmovedor de los himnos a Apolo. El más ilustre archimandrita de Zeus fue el que hizo que la esencia de Zeus poblara el Olimpo, del mismo modo que los verdaderamente fabulosos obispos que promulgan el cielo han sido solo aquellos que lo han hecho parecerse al cielo. Hace un momento he dicho no hemos olvidado a los dioses. ¿Qué es lo que recordamos de ellos? De los masculinos, ¿es su fabulosa castidad y belleza –como en el caso de Diana− lo que recordamos? ¿Recordamos a lo masculino de un momento distinto de Ulises y de los otros hombres de supremo interés y excelencia? ¿En frente a como recordamos a Penélope y a otras mujeres de gran importancia y grandes emociones? Resumiendo, si bien es cierto que los sacerdotes contribuyeron a darle forma a los dioses, fue el pueblo el que hablaba de ellos y a ellos se dirigía y el que escuchaba sus respuestas.
Vamos a detenernos ahora para reformular la relación que existe entre las ideas que estamos discutiendo. La primera es que el estilo del poema y el poema propiamente es la misma cosa; la segunda es que el estilo de los dioses y los dioses propiamente es lo mismo; la tercera es que en una época de escepticismo, en la que los dioses han llegado a su fin, y en la que los concebimos como proyecciones estéticas de una época pasada, los hombres dirigen su atención hacia una gloria fundamental de suya propia y de ahí crean un estilo de conducta ante la realidad. Crean un nuevo estilo para un comportamiento diferente ante una realidad distinta. Esta tercera idea, entonces, puede integrarse al modo en que hemos expresado las otras dos con la afirmación de que el estilo de los hombres y los hombres propiamente son una y la misma cosa. Ahora bien, el estilo de un poema y el poema propiamente son lo mismo; si el estilo de los dioses y los dioses propiamente son la misma cosa; y el estilo de los hombres y los hombres propiamente también son lo mismo; y si pudiera ser que las partes de esta proposición sean intercambiables. Así podría ser el caso que el estilo de un poema y los dioses propiamente sean la misma cosa; o que el estilo de los dioses y el estilo de los hombres sea lo mismo; o que el estilo del poema y el estilo de los hombres sean una y la misma cosa. Al oír lo anterior, sin haber tenido mucho tiempo para reflexionar sobre esto, suena como si fuera cierto, o por lo menos que en ello hay algo de verdad. Los más de nosotros estamos dispuestos a oír pacientemente una charla sobre la identidad de los dioses y los hombres. ¿Pero qué tiene que ver el poema con esto? Y si mi contestación a esta pregunta fuera que estoy primordialmente interesado en el poema y que mi objetivo esta mañana es elevar el poema al nivel de una de las principales manifestaciones de la vida y equipararlo, para efectos de la discusión, con dioses y humanos, espero que quede claro que el poema se torna como objeto de interés central, el más pertinente y palpitante.
Si en la concepción mental de los hombres creatividad era sinónimo de creación en el sentido natural, si un planeta espiritual podía igualarse al sol, o si, dejando de lado los planetas espirituales, la luz y el calor primaveral revitalizaban todas las facultades, como en cierta medida todavía lo hacen, todas las posturas que tomamos, todas las proposiciones que formulamos estarían bajo el alcance de ese dominio particular. El problema, sin embargo, es que los hombres en general no solo crean en medio de la luz y el calor. También crean en la oscuridad y en el frío. Crean cuando están desesperados, en medio de antagonismos, cuando están equivocados, cuando sus poderes no están ya bajo control propio. Crean como si fueran agentes del mal. Acá en Nueva Inglaterra, en estos momentos nada que no sea bueno parece estar retornando; y con ello, en particular si ignoramos la diferencia entre el hombre y el mundo natural, que fácil se hace creer de repente en el poema como nunca hemos hecho, de súbito solicitar de él un significado mayor de lo que sus palabras puedan dar, un sonido más allá del don de lo oído, un movimiento superior al nuestro propio conocimiento previo de las sensaciones. Y desde luego, no solo debe pensarse que nuestras tres ideas derivan lo que tienen en común de las complejidades de la naturaleza humana, en contraposición a lo que las cosas del mundo natural, derivadas de potencias como la luz y el calor, tienen en común. Deben pensarse con respecto al significado del estilo. El estilo no es algo aplicado. Es algo inherente a aquello en lo que se encuentra, ya sea un poema, el porte de un dios, o la conducta de un hombre. No es un vestido. Podría decirse que es como una vos inevitable. Un hombre no tiene opción a su estilo. Cuando dice yo soy mi estilo de la verdad le recuerda que es el estilo el que es su persona. Si dice, tal y como es mi poema, así son mis dioses y así soy yo, la verdad queda satisfecha y se cobija bajo lo que acaba de decir. Sabe que los dioses de China serán siempre chinos, que los dioses de Grecia serán siempre griegos y que todos los dioses son creados; y ve en estas circunstancias el funcionamiento del estilo, una ley básica. Observa el realce de todo lo que cae dentro de la categoría de lo imaginario. Ve, en la lucha entre lo perfectible y lo imperfectible, cómo lo perfectible vence, aunque no alcance la perfección.
No hay duda alguna de que las facultades creativas operan, hasta cierto punto, del mismo modo como poemas, dioses y hombres. Se trata siempre de las mismas facultades. Se podría inclusive decir que las cosas creadas son siempre similares. En el caso de un artista universal, toda su obra es peculiarmente suya, cuando se trata de unidades raciales de las facultades creativas, todas producciones de una unidad se parecen entre sí. Decimos de un cuadro que es florentino. Pero decimos lo mismo y con igualdad certeza de una cultura. No hay ninguna facultad en aguantar que los poemas, dioses y habitantes de Egipto o de la India se parecen. Pero si los dioses hindúes desaparecieran, ¿no se parecerían todavía los habitantes y los poemas? Y si no hubiera poemas, de los dioses que desaparecieron. ¿Cuál es, pues la naturaleza de la poesía en una época de escepticismo? La calidad de evidente de alguna de las cosas que he dicho demuestran cómo la libertad del poeta está limitada. Eso que he dicho demuestra que la poesía del futuro no podrá ser nunca completamente excéntrica y disociada es la que quiere ser o quieren que sea independiente del poema, es decir, en un estilo que no es idéntico al poema. Nunca logra más de un manierismo hueco, como algo que vemos dentro de un vaso. Ahora bien, una época de escepticismo es aquella en que la frecuencia de los estilos desgasgados es mayor. No estoy del todo satisfecho con la palabra desgajados. Por desgagados entiendo fallido, ineficaz, arbitario, literario, no-umbilical, aquello que en su mayor grado no pasaría de ser palabras. Para que el estilo del poema y el poema sean una y la misma cosa debe haber una copulación y un casamiento, no una estéril canción de amor.
Y bien: ¿pero los dioses? –ahora ellos entran en escena y hacen de este un tema delicioso, como si estuviéramos reunidos ahí desperdiciando nuestro tiempo en algo que parecía un capricho pero que se torna esencial−. Ellos confieren al tema ni más ni menos que la cantidad exacta de esplendor e inmoderación que este requiere. Nuestra primera preposición que el estilo del poema y el poema propiamente son la misma cosa es una definición de la perfección en la poesía. Frente a los dioses, o sus imágenes, estamos en presencia de la perfección en los seres creados. Los dioses son una definición de lo perfecto de las creaturas ideales. Estas observaciones amplían la segunda proposición de que el estilo de los dioses y los dioses propiamente son una misma cosa. El regocijo de su existencia, su autonomía ante el destino, su acceso a la más alta condición social, su libertad de mando los ubican en una atmosfera que nos emociona en tanto la compartimos con ellos. Pero estos son meros atributos. Lo que importa es su porte, su estilo, que nos dice inmediatamente que ellos son como nosotros queremos que sea, que ellos nos han colmado, que ellos son nosotros en un estado más puro, magnificado y engrandecido. Es su estilo lo que los hace dioses, no solo seres privilegiados. Sobre todo, es un estilo lo que los realiza. Si perdieran todos los privilegios, su autonomía ante el destino, su libertad de mando, pero todavía conservara su estilo, aún serían dioses, a pesar de su indigencia. Solamente los destruiría aquello que los despojara de su estilo. Cuando llegó la hora de que desaparecieran, era una época en la que su estética se había invalidado, no ante una estética del mismo tipo pero más imponente, sino por una estética distinta que, desde el punto de vista que el tamaño, establecía su indiferencia en base a que era más humana. El estilo de los dioses es derivado de los hombres.
Hay que ir más allá de las impresiones ditirámbicas que el hablar de los dioses produce sobre la realidad de lo que se dice. Lo que se dice debe ser cierto y su verdad debe hacerse manifiesta. Pero la verdad de un poeta en una época de escepticismo no es que deba convertirse en un predicador. Después de todo, él comparte el escepticismo de su época. No mira hacia Roma o hacia París para aliviar la monotonía de la realidad. Se vuelve hacia sí mismo y niega que la realidad no es algo peculiar a una época de escepticismo, o si lo es, es en un sentido singular. Tal vez la revelación de una realidad asume un significado especial durante esta época, sin ningún esfuerzo consciente de parte del poeta. ¿Por qué no debe un poema cambiar de significado cuando hay una fluctuación en la totalidad de las apariencias? ¿Y por qué no debe cambiar cuando nos damos cuenta que la indiferente experiencia de la vida es la experiencia más singular, el objeto de éxtasis que hemos estado reservando para otro tiempo y lugar, más solitario y más excelso? En las palabras la revelación de la realidad se sugiere inherentemente que hay otra realidad en el interior o bajo la superficie de la realidad. Hay muchas realidades de este tipo que los poetas constantemente pasas por alto, sin advertir los contornos imaginarios que dividen la una de la otra. Estuvimos frente a frente a una transición tal desde el mismo comienzo, pues el verso de Baudelaire.
Mucho tiempo viví bajo los vastos pórticos
se despliega como una voz que se oye en un teatro y un teatro es una realidad dentro de la realidad. La más estimulante de todas las realidades es aquella a la que nunca perdemos de vista pero que nunca vemos exclusivamente tal cual es. La revelación de esa realidad particular o de esa categoría particular de realidades es como una serie de cuadros de un objeto natural que sufre, como la apariencia de todo objeto natural, los efectos del tiempo, y los cambios que sobrevienen, incluyendo los que se dan en el pintor. El que la revelación de la realidad tenga un carácter o calidad particular a uno u otro tiempo o, lo que es lo mismo, que lo afecten los estados ánimo, es una cuestión elemental. El verso del poema de Baudelaire no tendrá el mismo efecto en todas las personas en todo momento, como tampoco tendrá el mismo efecto continuamente sobre la misma persona, Recuerdo que cuando un amigo mío irlandés citó el verso hace varios años en una carta, pensé que era un buen ejemplo de los méritos de conocer gente con una formación distinta. Probablemente mi amigo en Dublín y yo hemos hecho en gran medida las mismas lecturas. Probablemente también hemos retenido cosas muy distintas. Por ejemplo, este hombre había seleccionado a Giorgione como el pintor que más le había impactado. A mí nunca se me habría ocurrido el nombre de Giorgione. Quisiera dejar fuera de duda que al hablar de la revolución de la realidad no intento predecir la poesía del futuro. Sería lógico concluir, puesto que una época de escepticismo es también una época de búsqueda de la verdad y puesto que he enfatizado que reconozco que lo que he tratado de decir no tendría validez a menos que sea cierto y que su verdad tiene que hacerse patente, que yo piense que la característica principal de la poesía del futuro o las fechas próximas será una ausencia de lo poético. Esa no es mi opinión. No puedo ver qué valor pueda tener si lo fuera, excepto a nivel personal. Si hay una lógica que controla la poesía, lo cual bien puede quedar ilustrado por todo lo que controla la poesía, lo cual bien puede quedar ilustrado por todo lo que he dicho, no es lógica estrecha de la poesía. De que hay una lógica más abarcadora no me cabe la menor duda. Pero ciertamente tendrá que ser lo suficientemente abarcadora para dar cabida a muchos aspectos inaplicables.
Uno de estos es lo romántico. A la luz del cinismo y del intelectualismo literario parece algo abominable. Lo romántico, sin embargo, sabe perfectamente renovarse. Puede decirse de lo romántico, igual que la imaginación que nunca actúa sobre algo dos veces del mismo modo. Se debe en parte a que lo romántico no será que ha sido en el pasado que sería descabellado restringir la poesía en lo futuro a que sea la revelación de realidad. Todo el esfuerzo de la imaginación va hacia la producción de lo romántico. Por lo tanto, cuando lo romántico está en suspensión transitoria, cuando está desacreditado, todavía es cierto que siempre hay un romántico desconocido y que la imaginación no será renunciada a perpetuidad. Hay algo de romanticismo en la idea de que el estilo del poema y el poema propiamente son la misma cosa. Hay mucho más romanticismo en la aseveración de que el estilo de los dioses propiamente es lo mismo. Es completamente romántico decir que el estilo de los hombres y los hombres propiamente es una y la misma cosa. Al recopilar y cotejar estas ideas dispares puede parecer que salimos de lo romántico y entramos en lo fanático. Pero confío en que ustedes estarán de acuerdo en que si cada una de estas ideas tiene validez por separado, está permitido juntarla en un agregado de suposiciones. Lo que es romántico en todas ellas es la idea de estilo que no he definido de ningún modo uniformemente común a las tres. Un poema es una creación restringida de la imaginación. Los dioses son la suma creación de la imaginación. Los humanos son parte de la realidad. Las gradaciones de lo romántico, perceptibles según el sentido del estilo se utiliza con relación a estas tres ideas, una a una, son pertinentes a las dificultades de la imaginación en una época que ama la verdad. Estas dificultades existen solo en tanto se preveen. Puede que nunca se den. Una época en que la imaginación se espera que forme parte de los desechos del tiempo puede que la contemple establecida y protegida y entromizada sobre uno de los pocos cronos que ha logrado sobrevivir; y, para sorpresa nuestra, podríamos encontrar anunciadas en el pórtico de su morada eterna, sobre el portón principal, entre las ordenanzas matutinas, tres normas que si antes fueron normas del arte, para entonces se habrán convertidos reglas de conducta. Para esa época la que más importara probablemente será la última que el estilo del hombre será el hombre mismo, que es poco más o menos lo que hemos venido diciendo.
En resumen, utilizamos las mismas facultades cuando escribimos poesía que cuando creamos los dioses o cuando fijamos el comportamiento de los humanos ante la realidad. El que sea obvio no le resta importancia a lo anterior. Por el contrario, lo hace meditorio pues su carácter de evidente es el de la verdad misma. Las tres ideas son fuentes de perfección. Su naturaleza es tal que son ejemplos de ideas estéticas equivalentes a ideas morales, un tópico de gran valor intrínseco pero que esta fuera de nuestro alcance hoy día. En cuanto al presente, estas ideas implican que no importa cuánto una época sea distinta de otra, las facultades del pasado siempre están a nuestra disposición, pero siempre vigorosas y de una novedad vital, como las fuentes de la perfección del hoy y del mañana. La unidad del estilo y del poema propiamente es una unidad del lenguaje y la vida los pone de manifiesto a ambos en un sentido supremo la comparación con la unidad de los dioses y su estilo y la unidad de los hombres y su estilo tiene por objeto demostrarlo.
* N. T. Empleo aquí la versión de Liliana Ramos Callado y Maribel Pintado, cuya antología de Baudelaire al español aparecerá próximamente en la Editorial Universitaria (Rio Piedras, Puerto Rico). Dos o tres Ideas apareció publicado originalmente en el «College Association Chapbook» (Octubre de 1951) fue recogido en el volumen Opus Posthumous (Alfred A. Knoff) Editado en 1957, dos años después de su muerte.
La traducción de Dos o Tres Ideas de Wallace Stevens fue hecha especialmente para POESIA por nuestro colaborador Orlando José Hernández, y se encuentra publicada en nuestra edición impresa N° 51 (1979: pp. 1-11)