Daniel Oliveros
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Al final de la lectura del libro El fuego protector (2019) nos encontramos con una litografía perteneciente a la Atalanta fugiens, un célebre compendio de emblemas alquímicos elaborado por el médico alemán Michael Maier (1569-1622). El texto que acompaña dicha litografía reza lo siguiente: El sol y la luna se necesitan, como el gallo a la gallina. Loco es aquel que pretende emancipar los enlaces que la naturaleza ha ordenado unir. Así pues, una vez concluida nuestra lectura de los poemas vemos revelado el secreto que vitaliza la escritura de Sergio Quitral. Y es que a través de toda su obra poética pueden observarse diversas mutaciones formales dentro de la hechura y presentación del texto que, junto a la versatilidad de la voz lírica, permiten entrever que la búsqueda del autor se inscribe en una constante preocupación por la transformación, por el vínculo del tono con la forma. Sin embargo, hay varios elementos constantes en la poesía de Quitral, muchos de ellos asociados con las imágenes que evoca a lo largo de su poesía, que nos llevan a sugerir que El fuego protector es la consumación de un imaginario que nuestro autor viene recreando desde sus primeros libros: La promesa que nos hace la noche y La balsa de Medusa, ambos publicados en 2002.
Con El fuego protector, Quitral empieza a trazar los planos de una ciudad imaginaria que existe en el lugar más recóndito de la memoria de nuestra tribu. Una ciudad rodeada por la imagen acechante del muro, eso que nos protege de lo que existe afuera y nos remite a la observancia de lo protegido. Quitral traslada este movimiento de ingreso y salida de su orbe textual en varios escenarios que aparecen durante el discurrir de su escritura, cuyo eje principal pareciera girar en torno a sistemas binomiales pero antagónicos, observamos al caos y el orden, el estado y las pasiones del individuo, y lo vivo y lo muerto buscar su resolución en un inacabable movimiento pendular.
Bajo esta misma dinámica del vaivén, el poeta también compone una escritura refractaria, es decir, elabora espejos donde los motivos de su poética se reflejan a sí mismos pero transfigurados por el tiempo, motivo constate en la obra de Quitral. Poemas como Tarde de Incendio (p. 125) permiten entrever esas conexiones casi directas, en este caso con el mundo nocturno de la Noche expuesta su obra Tigres, hombres y sueños (2006) donde el retrato que predomina es el de la ciudad oscurecida que alberga un incendio en su interior mientras los perros rompen el silencio con sus ladridos. Estos paralelismos, ese balanceo pendular entre el pasado y el presente dan cuenta de la importancia de la memoria en la obra de Quitral, la memoria es como una carnicería, un espacio que se multiplica en muchas otras formas e imágenes que nos remiten a su vida entre Chile y la cercanía a las costas de Venezuela. Mercados al aire libre, pescaderías, talleres mecánicos, hospitales, peluquerías, casas reformadas en pensiones; en fin, el mapeo que plantea en la medida que expande esta ciudad-libro va acompañado del empuje de una sensibilidad que no ha dejado de observar estos lugares tan inmediatos al bullicio y al mismo tiempo la introspección.
En estos lugares familiares que nos presenta Sergio, también observamos a los seres que los habitan. La multitud indistinguible que serpentea entre los mercados, los fantasmas que habitan entre los pasillos de un edificio, las personas que adquieren su unicidad a través de la interacción con el poeta que los observa. También es parte del Fuego protector el fulgor de la constelación familiar, el padre, los abuelos, hijos e hijas encuentran un espacio para explayarse entre las páginas de este libro, donde la vida no solo se confina al sujeto, sino que vibra en los ladridos del perro nocturno, en el canto de los gallos, el relincho del caballo, el balar de las ovejas, y el chillido de las ratas.
La mayoría de las imágenes que se enumeraron antes podrían ser vinculadas con un mundo externo al poeta: los espacios, los seres vivos, los vínculos afectivos; sin embargo, también existe una gran subjetividad que nos envuelve a modo de meditaciones, una especie de filosofía personal del autor. El poema La condena (p. 109), evoca ese infierno que jocosamente pinta el poeta y novelista Arnaldo Jiménez: En el infierno hay de todo, pero no te damos. La condena es la propia vida que vivimos: sumida en el automatismo, el existir sin sentir, la era de la información sin introspección: Vivir en la edad dorada, / sin saber que se vive, en / la edad dorada; tenemos todos los dones de la conciencia, pero parecemos condenados a no-existencia. Esta idea, además, se extiende hacia la visión de la dualidad de nuestro ethos como seres de la contemporaneidad, donde la oscilación entre la conciencia y la inconciencia constituye nuestro marco de acción. En el poema Mi enemigo (p. 109) tenemos un claro ejemplo:
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Aquel que me destruye lentamente
se oculta bajo mis cejas,
uno de los dos gobierna al otro
uno de los dos lleva al otro con
una cadena
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El destructor está bajo nuestras cejas, escondido; gobierna desde las sombras y coexiste junto a algún otro que parece ser el polo creador de esta dualidad. Al final, el poeta nos plantea una situación inquietante donde nos revela que uno de esos Shiva lleva al otro de una cadena sin decirnos cuál es el esclavo del otro, permitiendo al lector la posibilidad de reflexionar en función de su propia individualidad: la dualidad indivisible.
Retomando el espíritu de las nociones concedidas por Marx, podemos leer este libro a través de la relación que mantienen las partes con su totalidad, considerando que las partes y el todo se equivalen entre sí. El fuego protector es un compendio de estampas que atraviesan las distintas dimensiones que habita el autor así como también, al mismo tiempo, se nos presenta como un armazón hecho de buena piedra. Sergio Quitral nos habla desde la mesura, desde la mirada atenta que percibe los remolinos que constituyen nuestra identidad cultural, nuestro estado como sociedad, la conciencia de sí, la atestiguación de la otredad.
De este modo, el movimiento y el objeto se unifican de la misma manera que Quitral amalgama la idea de muerte y eternidad a lo largo de estas páginas; con una danza entre la vida y la muerte, la soledad externa y la vida que se abre paso desde adentro. Las litografías que dan inicio y cierre a este libro, son los kōan que trazan las guías de esta poética: el proceso alquímico de convertir la vida en verso, de transfigurar la otredad en nuestra individualidad, de crear un todo desde la nada: El viejo alquimista comía las manzanas de la inmortalidad del árbol de la sabiduría, para transformarse de anciano en un bello joven.
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E L F U E G O P R O T E C T O R
B R E V Í S I M A S E L E C C I Ó N
§
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Bohío
En una aldea indígena para turistas,
dijiste :“El brillo de la vida
es frágil y precario,”
justo cuando el fulgor
de las luciérnagas
era disminuido por la luna
En tu asiento dijiste:
“No conocer
el más común de los misterios,”
justo cuando dos garzas
gritaron junto a un río
Traídos de la nada, dijiste:
ҬSomos el resultado
de escapar
una y otra vez de la muerte,”
justo cuando las nubes se
golpeaban como rocas
Pero tú eras en realidad
un asiento vacío,
y yo estaba realmente solo,
en aquel bar de turistas,
cuando cantó
finalmente
el gallo
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Mi padre muerto regresa
Cuando los abrigos y camisas regresan
a amontonarse en los mercados
y los zapatos retornan a exhibirse solos
mi padre regresa de entre los muertos
Cuando los ecos de los vivos gritan
desde el más allá,
detrás de las paredes de un gimnasio,
mi padre regresa
y en las alas de las polillas veo
sus ojos trasnochados
sus ojos, después de quemarse y revolotear
de noche
Mi padre que fue incinerado
se funde ahora con el polvo,
él queriendo entrar bajo la puerta,
regresar a su vieja existencia
y luego con la escoba, otra vez
barrido hacia afuera
Mi padre, que hablaba del Universo
parece temblar en las sombras
y en las velas encendidas
veo sus lágrimas
que caen y se vuelven sólidas
otra vez
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Tiempo de olvidar
Alguien sentado dentro de mí espera a
que el tiempo arregle las cosas a que el
río ordene la mesa destruida
a que el viento repare la silla rota pues
lentamente el tiempo barre la piedra y
vuelven a su sitio las ventanas
Así, la edad vuelve nuevo al mar
y el viento es otra vez joven, Así,
mis viajes de ida
me traen de regreso a esta mesa
mis trenes y aviones
me devuelven a la luz de mi lámpara
y no es tiempo de lamentar
sino de olvidar
y el tiempo, que ahora se aleja,
hará inconclusos los días
pues la vida siempre se cierra
como un libro sin terminar
y ya no importa morir o renacer
pues solo el tiempo dirá cosas
que mi boca no puede,
y no será tiempo de lamentar
sino de olvidar
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La mujer que barre
Del otro lado del muro la mujer barre
y las cerdas de su escoba
se escuchan en los rincones vacíos
de mi cuerpo
luego apoya la escoba
y mira a lo lejos, cómo el viento regresa
con el polvo de esparcir a los muertos
y los deseos y trabajos se detienen en lo alto
pues el polvo también tuvo
alguna vez, irreales anhelos
y el amor los fue limpiando y esparciendo
Así, después de barrer
el silencio cae sobre nuestros hombros
y se va depositando suavemente
a nuestros pies
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Daniel Oliveros. Valencia, Venezuela, 1991. Poeta, traductor y licenciado en Educación mención idiomas modernos por la Universidad de Carabobo. Forma parte del Consejo de redacción de POESIA. En el año 2014 fue merecedor de la mención honorífica en poesía del V Premio Nacional Universitario de Literatura «Alfredo Armas Alfonzo».