Heteronimia testimonial

Notas sobre Anatomía del grito

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Jesús Montoya

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Bendito seja eu por tudo quanto não sei.
Gozo tudo isso como quem sabe que há o sol.
Fernando Pessoa

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Conocí a Daniel Arella a finales del año 2011 en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes. Me lo había presentado Sacha Guerrero, gran amiga en común. Recuerdo que a minutos de haberlo conocido Daniel me enseñó uno de sus poemas. Sin caer en detalles, ese primer encuentro fue infructuoso. En verdad, lo que siguió en adelante entre nosotros no fueron encuentros precisamente amables. Sin embargo, comenzamos a recitar juntos en algunas lecturas nocturnas de una Mérida que hoy parece irreconocible, sumergida. Estas lecturas afianzaron algo, eran el sonido de la poesía más allá de cualquier pretensión, la grafía de un desastre que al fin y al cabo nos acompañaba. Sentía en sus textos de entonces un lumínico padecer, un espectro que no había percibido antes y que por entonces me tomó como primer testigo del libro sobre el que hoy escribo.

Alguna vez escuché decir a Julieta –la hermana de Daniel– que Mérida era una especie de burbuja cuyo encanto reflejado en la dimensión de su altura podía llegar a ser engañoso, maligno. Para cualquier estudiante, Mérida representa un umbral, atravesarlo consiste en una metamorfosis, no muy satisfactoria para muchos. Solía pensar que Daniel no retornaba de ese umbral, aunque sus palabras me devolvían otra percepción. Quizá lo importante es el tránsito y, en buena medida, lo que quede de él. Recuerdo con brillo especial estas lecturas de las que hablo, especialmente una en el Bar Tarantino’s. Creo que nada puede afianzar más una amistad que la escucha del otro, para mí la poesía trata de esa extraña hermandad, de esa filiación en la que podemos ser alguien más. Esa noche del año 2013 Daniel leyó un poema titulado El loco de Ejido, que luego se transformó en una plaquette publicada por Gladys Mendía a través de Los Poetas del Cinco en Chile. Ejido es una de las entradas a Mérida, para algunos una especie de tierra baldía. Esta es la residencia de Arella, el espacio donde escribe, y desde el cual también escribieron Oswaldo Trejo y Jairo Rojas Rojas. Ejido contiene cierta aura alejada a la característica de los pueblos andinos, es una de las paradas entre El Vigía y Mérida, un lugar poco bucólico, de corte algunas veces violento, desentendido de la imagen-postal de los Andes venezolanos. En este poema Arella define el padecimiento de una abarcadora indigencia a través de una confesión rotunda, en él habla «El Príncipe de los mendigos» para reiterar que «Absolutamente todo es verdad / Incluso este poema / Hasta este poema es verdad». El loco de Ejido constituye el verídico manifiesto que está detrás de Anatomía del grito, pues la confección de esa extraña, manchada anatomía fue el costo de la indigencia, por eso en ella el lenguaje recoge, reconoce y se minimiza, así como engrandece; es el lugar público avasallado de enfermedad por el recorrido, una cura para el sujeto en plena autodestrucción. Anatomía del grito es un collage del umbral, reciclaje de la encrucijada del vagabundo, flâneur andino. Más de una vez fui parte de esos ojos desorbitados que me conseguían a cualquier hora bulliciosa, de esa voz que me recibía con poemas en cuadernos viejos, hojas trasnochadas por el barro, por el viaje sin aparente regreso. Con ansía escuché cada palabra hasta el hartazgo, porque no existía más otro deseo que ese: ser escuchado entre esas hojas demolidas de sí.

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Daniel, tienes que ordenar tus poemas. Daniel, ¿cómo se llamará tu libro? El eco del pasado trae estas frases, fugaz compañía de las horas nubladas. Generar un orden de ese tránsito representaba un gran reto. La voz de cada andanza comenzó a transfigurar la del recluido en su terapia. Una voz que era a su vez un cúmulo de otras escritas. Así, la construcción de la heteronimia enunciaba el remedio para el malestar. En Anatomía del grito el heterónimo funciona como motivo, unidad orgánica. La aparente ilogocidad de aquellos murmullos que acecharon al paseante recobra una disposición a modo de historias, breves notas biográficas que dejan entrever su palimpsesto, o más concretamente la elaboración de su misma teoría en fuentes. La dinámica corresponde a la genealogía de un universo en el que cada heterónimo del cuerpo sonoro está relacionado con otro por alguna razón. La pista o señal como disección de ese cuerpo para el lector al final de la obra arroja un sentido a las firmas de los textos que anteriormente han sido presentados. Luego, una nota de cierre evidencia ese mundo heteronímico, pretendiendo dar como testimonio que todos los textos anteriores pertenecen a Carlos Arana –profesor jubilado de Sociología de la Universidad Central de Venezuela–, quien recluido en el Hospital de salud mental San Juan de Dios, en la ciudad de Mérida, hizo entrega de los mismos a quien firma: Daniel Arella, tallerista literario del recinto. De tal manera que Anatomía del grito adquiere una doble función: heteronimia y testimonio, prueba injustificable del martirio del nimpholépto. No obstante, este híbrido de orden compone la cura, incluso, puede corresponder a una sanación también dicotómica: clínica y taller, lúcida constitución como elemento enunciativo, un espacio en que la estructura llega a ser ósea y de concreto: manicomio y material del poema.

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El hilo conductor parte de la apropiación de un epígrafe de El loco impuro de Roberto Calasso: la cartografía de este paratexto teje una íntima relación del sujeto –múltiple, de aullido heterogéneo– con lo omnipotente que es sagrada. La entrada a «El baño de las Ninfas» descompone a «Daniel» en vez del nombre original de «Schreber» y su paradigmático caso. La modificación como arrebatamiento, posesión de ese texto anterior, configura una grieta por la cual observar el calvario-salvación. Por un lado, tenemos el coro heteronímico de Ricarda Rebol, Lucio Piélago, Antón Zsü, Miguel James, Jamal Jstor Wallace, Andrés K., y de los hermanos Lumen: Álvaro y Leonardo; y por otro las redentoras de ese coro, las Ninfas: Molly, Dudu, Suleika, Phyllis, Gypsy, Yvonne, Jenny, Hidalla y Sara –Ninfa por añadidura al texto de Arella–. Las Ninfas, aguas en circulación de carácter genésico, peregrinan alrededor de los heterónimos en la combinación, ensamblaje de la obra a través de sus tres partes: en primer lugar «El baño de las Ninfas», título acompañado por un (-1), guiño a una simbología numérica que comprenderá una disolución final del grito. Como consecuencia, el torrente captura la representación de la segunda parte: «El Dios Fluvial del Duelo», es decir, el Dios, divinidad, gran Madre que permite el discurrir, representado por el número cero (0), la entrada a la Nada: al Yo, para, finalmente, desembocar allí: el vacío, la Anatomía del grito ( ). Esta matemática verbal (encerrada) invita al balbuceo del poseído con las Ninfas intercaladas en la estructura: los paréntesis de su descenso en paradójica ascensión (en caída en lo verbal, en subida en el número) completan la distribución para la llegada del lector a los heterónimos y a su núcleo: Carlos Arana, generador de todo ese mundo. Durante este mecanismo el lenguaje se torna misceláneo, mutable en cuanto alberga cada poeta –heterónimo–, fecha, hora y lugar de escritura: «La locura es tener muchas madres», expresa Álvaro Lumen mientras las Ninfas engendran la corriente: dan a luz la energía en traslación de la potencia poética en que el loco manifiesta su ontología a partir del afuera. Las Ninfas son la imagen del espacio de un sujeto enriquecido por un lenguaje maníaco, devastado y salvado por su imaginación tangible. Las Ninfas revelan los nombres como fértiles engranajes del Oráculo, son aguas mentales que van adquiriendo una forma genealógica y estructural al integrar en ellas los heterónimos cruzados en épocas como flujos de un tiempo en clave de ciencia ficción. En uno de los textos con firma de Lucio Piélago [1], titulado La última cena, en medio de la mesa se da la bienvenida a las Ninfas como a una incestuosa familia: «todos rezábamos con la boca llena de símbolos». El lenguaje mastica, bendice la llegada, la apertura de su potencia.

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Desde la narrativa de Arana, paciente recluido, la aparente locura parodia el transcurrir, lo vuelve ficcional: una ranura por la cual observar estas vidas imaginarias, comunicadas entre espacios temporales a través de escrituras, cartas y críticas elaboradas por los heterónimos en una lógica que plantea estilos, residuos y apropiaciones como reciclaje de los procesos llevados a cabo en la obra. Estos residuos ofrecen detalles para las ópticas de apreciación de los heterónimos: así, el llamado hermetismo lumpen de Lucio Piélago busca establecer un dialogismo creando una categoría para explorar la tradición poética venezolana a partir de los autores: Rafael José Muñoz, Andrés Boulton y Emira Rodríguez, mencionando sus obras específicas en un comentario elaborado por Leonardo Lumen, bajo el cual se encuentra una anotación de Antón Zsü –estos dos últimos ya mencionados como heterónimos– que alude a La última cena como un libro de «un estado ideal de conciencia» del suicida. Por lo tanto, la obra desarrolla un método crítico-heteronímico de pistas biográficas que construyen un espejo desde el cual verse de manera autorreferencial.

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El lenguaje adquiere en los poemas un carácter en que las máscaras genéricas de femenino y masculino aparecen y desaparecen, su condición es de unicidad andrógina, tema ya explorado en el libro El andrógino ebrio en el haitón (Nuevos Clásicos Editorial, 2017) por Daniel Arella. Este (des)encuentro camaleónico del lenguaje con la expresión de sus heterónimos arrastra distintas posibilidades, escrituras disímiles entre sí. La incongruencia estilística parte del desarrollo de un gesto que sencillamente busca dar solidez a la escritura de los heterónimos. En consecuencia, el lector conseguirá un laberinto de alternativas discursivas, un misticismo encarnizado y erótico; ciencia ficción, pastura, viaje, pliego, mapa de existencias probables, anuladas y abiertas; un ludismo textual cosido –siempre– al cuerpo: la pulsión de un lenguaje callejonero, radical, blasfemo; una escritura chamánica, desligada muchas veces del orden sintáctico, de largo y corto aliento. La pulsión de esta encrucijada en convergencia es lo que quedó en la imaginación, aquella indigencia del lenguaje enviajado del afuera del sujeto: «El delirio es sangre que blasfema luz».

Anatomía del grito produce el violento malestar de una agonía de la que es pieza el lenguaje como otro imaginario: «R de la puerta navegaba la silla de allá donde me senté a VENCER». En cada tramo el desperdicio repara un hallazgo transcendental. Anatomía del grito [2], tercer libro de Daniel Arella, extraña reunión de poemas concebidos en la intemperie, es la afirmación de que la poesía es capaz de salvarnos, incluso de nosotros mismos. Su anomalía discurre por las máscaras de un monólogo que acaba convertido en su gran ontología: ser otros para ser todos, ser todos para ser nadie, valga decir, nada.

Campo Claro, Mérida, noviembre de 2017

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Notas
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[1] «Se sabe poco de él, pero los editores coinciden en afirmar que nace y muere en Odessa (2015-2054). Mejor conocido por su ensayo sobre Kafka, titulado Las cartas del fantasma, indaga la naturaleza propia de la división paranoica entre sentirse muerto y temblar a través de los tejidos celulares del lenguaje. Desaparece misteriosamente en Odessa a fuerza de una convicción irresoluble. 
«Sus poemas fundan en Venezuela lo que se llamó el hermetismo lumpen, entre cuyos predecesores se encuentran Rafael José Muñoz con El círculo de los tres soles, Andrés Boulton con El orgasmo de Dios y Emira Rodríguez con Malencuentro, pero tenía otros nombres. Ninguno como Piélago contribuyó a la decisión gloriosa de Andrés K. (Leonardo Lumen, Notas para un matrimonio con el Eretz)
«La última cena es un libro de poemas (creemos) que trata sobre ese estado ideal de conciencia —por lo tanto transustancioso e incognoscible— que padecen los suicidas en el momento crucial, por lo tanto eterno, evanescente, es decir, blanco, en todo su esplendor nihilista. Piélago aproxima la palabra poética a ese éxtasis paroxial de «despejarse a sí de sí mismo» que se explora con lucidez en el libro Levantar la mano sobre uno mismo, de Jean Améry. Inspirado por la poesía de Kenneth White y Georg Trakl, logra sumergirse en la alta cumbre de la nada y en ese instante azul, que es el alma. Y sobre las ruinas de un lenguaje desapareciendo, emprende las difíciles dilucidaciones poéticas alrededor de las causas y consecuencias ontológicas de la muerte voluntaria». (Antón Zsü, Lucio Piélago y los desvelos)»
[2] El libro Anatomía del grito obtuvo en el año 2015 el XIX Premio Nacional de Poesía «Ciro Mendía», convocado por La Casa de la Cultura del Municipio de Caldas en Colombia, y será editado recientemente en formato digital e impreso por Los Poetas del 5 Editora en Chile.

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Jesús Montoya. Mérida, Venezuela, 1993. Es Licenciado en Letras mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana por la Universidad de Los Andes y Magíster en Estudios Literarios por la Universidad Federal de São Carlos. Ha publicado Las noches  de mis años (Monte Ávila Editores, 2016, Premio de Obras para Autores Inéditos) y Hay un sitio detrás de los incendios (Valparaíso Ediciones, 2017, I Premio Hispanoamericano de Poesía «Francisco Ruiz Udiel»). Su libro más reciente, Rua São Paulo (Fundavag Ediciones, 2019), fue merecedor del II Premio Franco-Venezolano a la Joven Vocación Literaria. Actualmente reside en Brasil, donde se desempeña como traductor y profesor de español.

La imagen que ilustra este post fue realizada a partir de una pintura del artista venezolano Juan Luis Landaeta, serie Varia, técnica mixta, 2020.

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