La Poesía

Por Eduardo Anguita

1. El poeta es un individuo que opera en cierta forma, y su actividad vidente se ejercita en cierta manera de la que no parti­cipan ni la investigación científica ni la reflexión filosófica. De ese ejercicio, nace la poesía escrita, fenómeno que para ser bien comprendido debe ser analizado como tal, es decir, como un dato dado.

El método adecuado para todos quienes reflexionan sobre ella no puede ser el de divagar filosóficamente sobre «lo que debe ser la poesía», sino el de basarse estrictamente en las descripciones que los poetas hacen del acto poético. Por eso tiene valor lo que nosotros digamos sobre ella, aunque cada poeta no refleje sino una más o menos pequeña parcialidad.

2. La poesía cabe dentro del esquema del amor. Su función fundamental es un acto de caridad por el cual intentamos reconciliar al mundo en su original armonía, en su unidad, perdida por el primer pecado. Es útil que recordemos en este instante la definición de imagen poética: relación entre dos o más realidades lejanas.

Pero este acto de caridad se refiere a las cosas, no tanto en sí mismas como en su relación múltiple. La poesía comprende al mundo como a un vasto coro; lo comprende como Universo, uno y diverso.

Tal vez tengamos una misión redentora con respecto a las cosas; tal vez debamos levantar al mundo hacia Dios así como Cristo lo hizo con nosotros. Espiritualizarlo.

3. La poesía establece el reino del hombre, el reino de su existencia. Allí donde es más poderoso porque se basa exclusivamente en sus sensaciones, allí donde concurren por igual sujeto y objeto. Un ejemplo: el color. El color no está ni en las vibraciones de la materia, ni en el fenómeno biológico del ojo, sino en ese punto donde concurriendo cierto comportamiento del  objeto y cierta cualidad del sujeto, se produce, por ejemplo, el color verde. ¿Qué el color no existe en el objeto? ¿Que no existe en el ojo? Pero el color verde, aunque en el terreno físico y biológico no exista, existe para mí porque así me parece. En poesía, como en general en estética, el «me parece» tiene validez absoluta.

En su camino de abstracciones, el físico llegó a aseverar que el cobre, el oro, el selenio, no existen como tales, es decir, no son unidades cualitativamente diferentes. El mundo de los átomos y los electrones demuestra que sólo hay diferencias cuantitativas entre los metales y metaloides que antes se consideraron elementos Irreductibles. Pero a la poesía le interesa, no esas abstracciones últimas, sino ese justo medio de la existencia, donde las cosas se comportan como lo que aparecen para nosotros: cobre, oro, sele­nio. Aún más: me atrevo a pensar que uno de los papeles de la poesía sea buscar, conjurar, producir estas singularidades, donde el mundo nos habla directamente y donde se nos presenta con su máxima riqueza. Lo importante poéticamente no es disociar los cuerpos, sino asociar para producirlos. ¿Será grosero de mi parte que yo relacione la labor abstractiva de la ciencia, la física en este caso una labor destructiva recordando los efectos y usos de la migración del átomo?

4. La poesía describe lo singular, lo particular, lo único. La imagen, por ejemplo, relaciona sólo ciertas cualidades de dos o más objetos o conceptos: no los compara en su totalidad. Cuando el poeta escribe: «Mis ojos de plaza pública» está aludiendo sólo a algunos aspectos de «ojos» y a algunos de «plaza». ¿Cuáles son esos aspectos? Aquellos en que «ojos» se parece a «plaza», o que en el transcurso del poema van a parecerse. (Las cosas del mundo no son tan diferentes como las gentes quieren creer. Yo obligaría en los colegios a practicar ejercicios con los niños, de manera que determinen las semejanzas entre los objetos más aparentemente diferentes. Una tetera se parece mucho más al océano que lo que se diferencia. La poesía tiene un papel de «hacer semejante»: aquí también se revela su virtud amorosa). Pero, claro está, tanto “ojos” como “plaza” reservan  sus  acepciones generales, características esenciales que permiten reconocerlos y que es el lenguaje común sobre el cual se apoya el poeta: de otro modo el mensaje poético será incomprensible.

5. A través de los objetos (palabras), el poeta traza su me­lodía significativa. Así se conoce el hombre a sí mismo: así co­noce su verbo singular y propio. Comparo los objetos, las palabras, a una trama vasta e indiferenciada en la que el poeta dibuja su melodía. El poeta nada sabe de esa trama, ni tan siquiera los pun­tos que toca e ilumina, pero en el conjunto de uniones y relacio­nes, en el trazo ondulante de su vuelo, expresa y conoce un sen­timiento primordial de su ser. Sin este trabajo, el mundo no sería más que «un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia pero absolutamente exento de significado» que entrevió Shakespeare. Pretender comprenderlo todo nos parece insensato. Pretender otorgarle un sentido nos llena de orgullo.

La poesía, pues, le permite al hombre conocerse mejor que en otros ejercicios, tal vez porque, como en ninguna otra expre­sión o conducta, él imprime aquí sus anhelos en la forma más libre y voluntaria. Precedidos por el desconocimiento total que caracte­riza al acto poético en el momento inmediatamente anterior a la inspiración, dotados de una ceguera mágica, nos erguimos dispues­tos a otorgar un sentido al mundo. Al borde de la nada, a seme­janza del Verbo divino, el verbo poético ordena. (Como ejemplo del ejercicio poético, me place poner mi propio poema «Definición y Pérdida de la Persona» que va insertado en este libro).

6. El máximo de eficacia poética y de poder otorgador de ­sentido se logra cuando el poeta, en lugar de creer que está otorgando sentido, cree que lo está captando. De tal modo le parece real su propia creación. Y tiene razón. La realidad no puede ser otra cosa que la ecuación entre sujeto y objeto, donde el sujeto tal vez pone la mayor parte. De lo objetivo en sí, no respondo ni sé.

La videncia poética es vehemente y voluntariosa. “Creo a fin de conocer», de San Agustín, en posición a aquella afirmación de Leonardo que subordina el amor al conocimiento, me parece servir como aforismo capital del ejercicio poético. Aquí el hombre reconoce que no puede colocarse en plan de espectador “imparcial», y tomando responsabilidad de su papel activo, se decide a modificar esa masa obscura que le rodea: a medida que la modi­fica y conforma, la conoce según y en cuanto la modifica volunta­riosamente.

7. Es preciso que me refiera especialmente al acto en el cual el poeta desconoce intensamente al mundo que le rodea, al que aludo líneas más arriba. Tal acto es precursor o va aliado con lo que llamamos inspiración. En este acto preliminar y absolutamen­te imprescindible para que haya posibilidad de poesía, el poeta se desprende de todos sus esquemas mentales —filosóficos, empíri­cos, morales, etc.— a través de los cuales, como un hombre cual­quiera, miraba al mundo. Luego, como él no puede quedarse solo y como no puede renunciar a su tarea de transformar, proyecta, libremente, su sentido sobre esa trama, ahora limpia y vacía, y allí traza su melodía, su sentido personal y único. Por esto también, el poeta postula una vida tan rica que nunca sea igual de un hom­bre a otro, ni de una circunstancia a otra en el mismo hombre. El poeta, cuál más cuál menos, ama romper las normas rutinarias: su tradicional afición por la bohemia, la ruptura que realiza de las leyes por las que se rige el común de los hombres, sus peculiarida­des en el vestir, expresan una características profunda del acto poético.

He dicho que el poeta olvida todo prejuicio mental. Y he aquí breve y definitivamente mí respuesta a aquellos que me preguntan si yo acepto una «poesía política», una «poesía mística», una poesía con algún adjetivo cualquiera… Claro está que no las acepto; más bien dicho, el planteamiento del problema es total­mente inadecuado. La poesía nace siempre por primera vez; recu­pera la mirada inocente y pura del primer hombre, del niño que coge un guijarro, que ama   las dimensiones, las formas, el color: que, afortunadamente, no tiene ningún cliché en su cabeza.

Hoy más que nunca las formas culturales: costumbres, vesti­dos, alimentos, trabajos, utensilios, casas, carecen de sentido. La tensión que las hizo nacer no nos corresponde, ya se ha extinguido. Son formas vacías que, con su caparazón muerto, están obstacu­lizando la verdadera vida: la vida que es una aventura, un riesgo, una creación: la vida que es todo lo contrario de lo que hacen es­tas imbéciles masas desvoluntariadas, inertes y livianas porque el viento de la rutina las conduce. La vida, en su más rica acepción, quiere nuevamente proyectarse y crear un mundo a su imagen y semejanza. Pero, para ello, hay que desconocerlo todo, borrarlo todo, olvidarlo todo. Así, la poesía, hoy día adopta un papel esen­cialmente destructivo; quiere llegar al fondo. He aquí por qué dudo, por principio, de una poesía plácida en los tiempos actuales; no me parece sincera.

El gran desarreglo del mundo, la gran desarticulación, se pre­sentan al poeta con mayor necesidad e intensidad que al resto de los hombres. En todo caso, la revolución social —que de algún modo u otro se está operando (no en Rusia, sino en EE.UU., Inglaterra y países occidentales)—, la guerra y otros trastornos colectivos —entre los cuales el derrumbe de las tradiciones junto con los prejuicios no es de los menos importantes— cumplen tam­bién con la tarea de limpiar el mundo para que, mañana, nueva­mente, el hombre pueda proyectarse libremente sobre las cosas y llenarlas del sentido más puro de su voluntad. (Un ejemplo: para muchos el luto en los vestidos es un disparate: un vestigio de otras costumbres. Piensan que hay que pasar sobre «estas cosas añejas». De acuerdo, pero, un momento, señores. Está bien desconocer es­tas formas: ya no corresponden a nuestros sentimientos: son for­mas vacías. Pero —esto es muy importante— si rompemos las formas de ayer, no es para quedarnos como un yanqui cualquiera en shorts delante de nuestros muertos, ¡no! Es para, mañana, crear nuestros propios vestidos, nuestras propias formas externas correspondientes a nuestros sentimientos e intuiciones. Dios nos libre de quedarnos desnudos. Si rompemos una liturgia ya inexpresiva es para mañana crear otra. No nos engañemos pensando de otro modo).

8. Y nos queda el último punto, tal vez el más importante, el más capaz de fecundidad futura.

Se trata ahora de derivar una conducta. Considero insuficiente la sola videncia. Se ve no por ver solamente, sino para actuar. Las gentes de la calle, inconscientemente, también parecen así comprenderlo, y vuelven sus ojos hacia la poesía como esperando de ella una solución a sus vidas vacías.

En aquel movimiento poético que esbocé el año 38, “David”, postulé la necesidad de una poesía práctica. Dije que había que pasar la videncia (poesía) a la potencia (poesía práctica), de allí al acto (luturgia), y del acto al estado (tragedia). Entonces, sucesivamente, el poeta pasará a llamarse hechicero, sacerdote y héroe. Pensé que la arquitectura, los vestidos, los utensilios, las horas de levantarse, acostarse, comer, orar, deberían ser primero trastocados y, más tarde, hallados profundamente, libremente. Que este desborde del pensamiento hacia la vida es una necesidad, y un sentimiento incubado silenciosamente en el corazón de todos lo demuestra la boga que tuvo el surrealismo y, ahora, el existencialismo francés, escuelas que se atrevieron a invadir la vida práctica. «David» está, cronológicamente, entre ambos; si no salió a luz fue porque algunos no se atrevieron a la responsabilidad que demandaba. Más rico, más original que la escuela de M. Sartre, es probable que David no quede más que como una bella posibilidad y como un auténtico testimonio. Y, por lo demás, mientras el Existencialismo cierra todas las puertas, David abre una: aquella donde la poesía es capaz de dar un sentido al mundo y, con ello, un sentido a la existencia. Allí, Poesía y Religión se darán la mano.

Se impone derivar de la poesía una conducta. ¿Seremos nosotros, o serán las nuevas generaciones, capaces de lograrlo? He aquí la pregunta del momento, la grande, verdadera angustia.

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El trabajo La poesía del notable lírico Eduardo Anguita, fue reproducido de la Antología de la poesía chilena contemporánea (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1971) y se encuentra publicado en el número 26 de nuestra edición impresa.

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