Unexpected turn

Trad. Daniel Oliveros

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Mi primer contacto con la poesía de Jim Sagel (Estados Unidos, 1947-1998) fue a través de la revista POESIA. Aquel número de la revista (85-86) conmemoraba el trabajo poético de Sagel, y ofrecía a los lectores de la emblemática publicación una poética que, si bien coincidía en muchos aspectos con la de sus contemporáneos norteamericanos, representaba también un universo espiritual completamente distinto para mí. 

Sagel nació en Colorado y luego de finalizar su carrera universitaria se mudó a Nuevo México. Allí comienza a estudiar español gracias al contacto con sus suegros y al trato habitual con los habitantes hispanohablantes de aquellas tierras, donde se granjeó el acolado de Poeta chicano por parte de los poetas de familias mexicanas y nativas de Nuevo México. Sagel no se conformó con un acercamiento superficial a la lengua española, por el contrario, se encargó de exponerse tanto como le fue posible, dejando el testimonio de su aprendizaje a lo largo y ancho de su obra literaria. Autor de una poesía extraordinaria y sensible, Jim Sagel transita la historia de las letras norteamericanas codeándose con poetas como Sam Hamill, Kenneth Rexroth, Hayden Carruth o Jack Gilbert, quienes, al igual que él, tenían una profunda admiración por la literatura oriental (que en el panorama de la posguerra, en plena mitad del siglo xx, despertó gran interés en varios poetas estadounidenses como también lo insinúa Hamill en su A Pisan Canto).

La poesía de Sagel siempre tributó respeto y admiración por el mundo natural; su escritura prefirió la sencillez y no las pretensiones academicistas de una formalidad vacua. Sagel también rivalizó con quienes explotaban las tierras ancestrales de los nativos del Norte americano. 

A lo largo de esta selección de poemas en prosa pertenecientes a su libro Unexpected turn (University of New Mexico Press, 1997), nos iremos acercando a un mundo formulado por las manos curtidas de un poeta que trabajó la tierra incansablemente; reparaba vehículos por su cuenta y deambulaba carreteras desérticas detrás del volante. Un año después de la publicación de este libro, Sagel se quitó la vida tras una larga lucha contra la depresión; sin embargo, sus palabras no hacen sino reverberar entre las sierras y los bosques, diciendo que cada cosa es digna de ser admirada con curiosidad genuina, que cada instante de nuestra existencia merece ser vivido con intensidad y que al final del camino, esa búsqueda formulada desde el corazón siempre valió la pena. 

Las palabras cursivas a lo largo de los textos son palabras en español que Sagel había vertido en los originales en inglés. 

D.O.

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U N E X P E C T E D  T U R N

J I M  S A G E L

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cuando el zacate crecía libre en los llanos

Saliendo de la fiesta, camino por un campo de alfalfa recién cortado. Yo vendo unos ojos negros, suena la voz del cantante reverberando en una caja a lo lejos: “Se venden unos ojos negros”, pero no estoy comprando. Todo lo que quiero es oler la fragancia quebradiza del pasto segado, el aroma de la poda al final del verano que me lleva veinte agostos atrás cuando la hierba triguera ondulaba como una marea amarilla y apilábamos fardos de paja bajo el sol sofocante, tú y yo; un viejo poderoso y un universitario refugiado.

Esa tarde, mientras afilabas tu navaja a la luz de una lámpara de kerosene y contabas historias en la lengua de tus abuelos de aquellos días cuando el zacate crecía libre en los llanos, colapsé en un letargo primitivo sobre un colchón polvoriento. Cuando desperté a la mañana siguiente, ya estabas hirviendo café con agua fresca que habías recogido del arroyo.

Mientras freías huevos y papas sobre la leña, sentí crecer un apetito tan grande dentro de mí, que necesitaba dos idiomas para expresarlo. Al fin sabía lo que era el hambre. Finalmente había encontrado lo que tanto añoraba.

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guiso ancestral

Ciertos cazadores amazónicos conmemoran sus muertos cremándolos y consumiendo ritualmente sus huesos pulverizados en un guiso de cambur. Tan sólo imaginar a un ancestro descomponiéndose bajo la tierra es aborrecible para estos indios que creen que el alma no puede descansar hasta que su cuerpo haya encontrado su reposo en las células de aquellos que una vez engendró.

De esta forma tus palabras se han albergado en mi ADN, tus historias girando entre la doble hélice de mi alma. Tan deshuesado como pueda ser mi recuento de tus historias, lo ofrezco a todo el que esté dispuesto a comer.

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barbechando

«Ay, Diosito, si borracho te ofendí,
En la cruda me sales debiendo»
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Gustavo A. Santiago, «La Cruda»

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Temprano en la mañana de la peor resaca de mi vida, me pusiste a arar la tierra detrás de la vieja y temblorosa yegua. Mi cabeza latiendo y mis órganos revolviéndose, luché con aquel diente de hierro mientras roía el suelo. Cuál pecado original habría cometido, me pregunté, incapaz de quitar mis manos dolientes del arado para secar los ríos de sudor que me ardían en los ojos. Sin embargo, cuando tiraba de las riendas al final de la hilera para girar la yegua hacia el sol, miré las papas, blancas joyas sobre la tierra abierta. Y toda la familia inclinada sobre el campo como piratas borrachos llenando sus sacos con tesoros.

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calaveras

En lo alto de esta colina en la Sierra de Jémez, cuenta la historia, que dos alces trabaron sus cornamentas con el otro y murieron en un abrazo instintivo, sus calaveras dos lunas decoloradas y entrelazadas sobre el suelo del bosque. ¿Qué gruñido del lenguaje podría nombrar la oscura belleza de nuestro propio impacto?

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virgen de piedra

Como la Virgen pintada sobre una piedra en Arroyo de Agua, flotas por encima de nuestras cabezas con alas de granito. Es tu belleza lo que sostiene tu altura reverencial. Dama en eterna espera, un resplandor innatural irradia de ti. Si tan sólo tus adoradores supieran cuán desesperado arde por él tu cuerpo.

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nuestra cama

Cada noche es una pequeña muerte, nos abandonamos al sueño sobre esta cama de hierro colado que tus padres nos regalaron al inicio de nuestra vida juntos, la misma que ellos habían recibido casi medio siglo antes como su propio regalo de bodas.

Cuando llegó a nuestras vidas, una esfera metálica faltaba de uno de los cuatro postes, la cual fue reemplazada por una tallada a mano que tu padre hizo con belleza desinteresada, como un poema de amor escrito para quien nunca habrá de leerlo.

Esta cama donde fuiste concebida es el sitio que escogería para mi verdadera muerte, si tan sólo ella me permitiera tal decisión. No es morir de lo que me arrepiento, sino del hecho que, sin descendencia, sólo pueda legar nuestra cama a estas pocas páginas.

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poco veneno

Complacida como Buddha, tía Bernie solía sentarse entre nubes aterciopeladas de humo de tabaco, desafiando las órdenes del doctor con una sonrisa en sus ojos aumentada por los gruesos cristales de sus lentes. “Poco veneno no mata,” decía, mientras comía otro bizcochito azucarado en su avanzada condición diabética “Un poquito de veneno no mata.”

Mucho peor, comprendía tía Bernie, era el veneno de la separación y la negación, entonces se aferró a sus golosinas e historias, poblando su tráiler de dos metros por siete con los novios de su juventud, los esposos divorciados, comadres celosas, y al amado niño que vestía de vaquero y crió como un hijo propio.

Nunca a solas en su soledad, tía Bernie no desapareció tras su muerte, pues dejó una riqueza en chistes y refranes que no dejan de conjurarla. “Oh, Dios,” dice, enrolando otro cigarrillo y llenando mis oídos con su risa “una muertecita no podrá detener mi historia.”

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porque me duelen las manos

«Porque me duelen las manos de tanto no tocarla,
me duele el aire herido que a veces soy»
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Jaime Sabines, «La Tovarich»

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El dolor más grave es aquel que nunca he conocido, la pérdida irrevocable que me haría atesorar cada herido aliento. Tal es el dolor de las piedras inmóviles ante el viento, las rocas consumidas por el beso de la lluvia que no cae, el viento y la llovizna que, durante tiempos inimaginables, podría por fin sentir este corazón de piedra.

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una nueva huerta

Ya estabas cargando fardos de paja cuando muchos de tus contemporáneos permanecían en casas de reposo, y podías subir los costados de la montaña a pesar de todos los años que llevaba encima, a pesar de todos los años que cargabas en tu espalda. Pero nada me sorprendió más que el hecho que plantaras durazneros a tus ochenta años. Apenas teniendo la mitad de tu edad, rehúyo de la idea de una nueva huerta mientras tropiezo de una crisis a la otra. Tal vez toda la adultez sea una crisis, y, con suerte, uno envejece lo suficiente como para no preocuparse más por eso. Luego, como tú, podría ser capaz de plantar árboles liberado de la esperanza de ver sus frutos.

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periodo de gracia

Todo lo que pido es tiempo para reconsiderar las cosas que no puedo cambiar, tal sólo unos últimos instantes, no para arrepentirme, sino para contemplar, como un alpinista, el flujo de mi vida abriéndose paso entre el abismo de la montaña. No hay cosa que más tema que un final repentino e insignificante: un accidente de tránsito, el golpe de rayo de un cielo despejado, literalmente muriendo por amor.

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el otro lado

Cuaderno en mano, me siento sobre la verde orilla de Río Chiquito y escucho un tordo escondido despidiendo al sol con su canción. El agua corre con mis pensamientos hasta que, dedo a dedo, abandono mi bolígrafo. Gentilmente, la lluvia empieza a caer sobre esta página de cuaderno rayada, manchando de tinta los primeros borradores de mi vida. Un sauce se inclina por encima del arroyo como mi anhelo por las palabras más allá de las palabras, a punto de tocar el otro lado.

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Daniel Oliveros. Valencia, Venezuela, 1991. Poeta, traductor y licenciado en Educación mención idiomas modernos por la Universidad de Carabobo. Forma parte del Consejo de redacción de POESIA. En el año 2014 fue merecedor de la mención honorífica en poesía del V Premio Nacional Universitario de Literatura «Alfredo Armas Alfonzo». La obra que ilustra este post fue realizada por la artista María Octavia Russo

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