Ariel & Calibán en Bárbula

César Panza

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Para Néstor Antonio y Carmen Eugenia, i. m.

 

ilustres sin ninguna duda,
víctimas de su propio carácter y de su talento
y de un medio torvo e inclemente para los que
verbalizan los desafueros de los otros

Francisco Herrera Luque

 

No somos mejores por ser como ellos

Zeta

 

 

Por el solo hecho de que el seminario para el que escribo estas palabras sea sobre escritura joven, implica como necesidad un cierto examen de signos y síntomas sobre el cuerpo a través del cual fluye algún sentido histórico, sean cual sean éste y aquél, aunque no suene precisamente muy juvenil ni muy saludable. Es claro, estos tiempos no son del todo sanos; y si el cuerpo bajo inspección no solo es el cultural, aquél de las producciones y circuitos de circulación escritural, sino más bien el autoral, pues resulta que no tengo ya los veinticinco años que se consideran como límite superior admisible para escribir sin el reparo juicioso y cauto en el par tradición e influencia.

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Las prácticas sociales que conciben a la identidad como un constructo social fluido, junto a la teorización y experimentación del movimiento transhumanista, en el marco de una actualidad posnacional, en el sentido en como la describe Bolívar Echeverría; una aceleración derivada de la hiperconectividad, la neo lengua vírica-memética, la digitalización del gesto, la parasitación de las grandes producciones audiovisuales a la literatura, etcétera, podría sobre-problematizar al punto de esguince o fractura a esa pareja tradición e influencia. No se trata nada más de un cambio en la materia y el movimiento sobre el que se monta al tren de datos expresivos: hay evidencia suficiente de que los metabolismos entre la figura y el fondo se están modificando de tal manera que ya no se cuenta con una clara guía para distinguir lo sano de lo patológico. Por ejemplo, si nos permitimos discutir nada más el fenómeno del monopolio editorial de las publicaciones por demanda, les aseguro que no llegaríamos a un criterio clínico que nos permita tomar una posición al respecto.

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La situación es un poco más que grave, podría estar al borde de lo absolutamente imprevisible. Por suerte, podemos convenir en que esto es típico de períodos de grandes cambios y todos los indicios apuntan a ello: el dominio de la exhibición por encima de la creación, el glitch monstruoso y abigarrado, el efectismo como fin en sí mismo, la disparidad entre los recursos disponibles en los diferentes enclaves a lo largo y ancho de todo el mundo, y la pérdida de orientación en los mecanismos públicos y privados para la gestión cultural. Capaz y estemos ante el ocaso del libro y de los géneros, ante una nueva mutación del proceso de lectura, pero eso no altera la premisa experimental de que no sabemos lo que puede una escritura. Me permito esta introducción apocalíptica y a la vez optimista para no pasar por desinformado o impertinente al cambiar el tema hacia un otro de prioridad espiritual e importancia natural.

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Pase lo que pase de acuerdo al engrane del estado de las cosas, hay un hecho incontrovertible dentro de la constitución de nuestro temperamento subalterno, y es que existe una profunda polarización en la orientación de las producciones culturales nuestras, refiriéndome a las venezolanas. Si tuviese que inventariar a los poetas que en determinado momento me atrajeron hacia el oficio, siempre vienen a pares: en la infancia, Andrés Eloy Blanco y Aquiles Nazoa; en la temprana adolescencia, Vicente Gerbasi y Alberto Arvelo Torrealba. Luego Liscano y Sánchez Peláez, Miyó y Lydda, … , Montejo y Palomares. Podría seguir haciendo un ejercicio de apareamiento menos ingenuo, contrastar estéticas, rastrear sus formaciones y labores, ubicarlos dentro de su tiempo específico, politizarlos explícitamente. Pero no es mi propósito hacer ejercicio de apofrades para ilustrar un conflicto característico de nuestro organismo; y menos con una arbitraria bisección de la tradición de la poesía regional con la que he estado en contacto.

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La persistencia de cierta dualidad psíquica, el recurrente accidente que acelera y colisiona almas y costumbres con ingente violencia, es decir, nuestro complejo cultural, requiere un examen más dinámico y patente. Tanto mejor si es a partir de la experiencia comprometida, ambivalente e inherentemente conflictiva que es la influencia; en particular, la ejercida por mis antecesores inmediatos, escritores activos y con una producción en curso, incógnita y prometedora. Sea pues el caso de Víctor Manuel Pinto y Néstor Mendoza, dos poetas, editores y gestores culturales. Quizás se trate de un subterfugio de falsa modestia para hablar de mí mismo, de la polaridad y el conflicto dentro de mi propio proceso creativo y sus derivados. Pero la verdad sea dicha: en la medida en que a ellos debo el haber adquirido la conciencia del lenguaje, la educación del gusto y la responsabilidad creativa que circunstancialmente hoy poseo, importa que haga un exhaustivo examen e informe sobre su vida y al menos un par de sus obras.

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Si bien pueda consentir que toda referencia territorial, sea cual sea la escala, actualmente posee un carácter retrógrado en tanto sea una perspectiva para escrituras medianas o inerciales aferradas a figuras nacionales en crisis, también admito que nadie escribe fuera de un terruño ni de espaldas a determinados coterráneos con los que se encuentre mezclado, al menos en generación. Por eso sobre Pinto y Mendoza debo predicar, lo primero, gentilicio y grupo etario: son dos poetas carabobeños nacidos en la primera mitad de la década de los 80. Se criaron el uno en la plebeya Naguanagua y el otro en la fronteriza Mariara, dos localidades del centro norte del país, pequeñas, periurbanas, a los pies de la cordillera de la costa y cruzadas por afluentes tributarios a la cuenca Tacarigua. En tanto ambos son hijos de familias de trabajadores, con no menos de dos hermanos, su origen humilde se advertirá determinante en la sensibilidad estética de cada uno y se mostrará con mucha honradez y delicados atributos afectivos en sus respectivos trabajos literarios, todos dedicados a los suyos, familiares y amigos. Nutridos por las bibliotecas municipales, con una orientación vocacional accidentada, opciones no muy amplias, cierta timidez hacia los entornos profesionales, pero con una curiosidad intelectual sin bridas, ambos coincidieron a principios del siglo XXI en Bárbula. Bachilleres ya, se inscribirían en la única facultad humanística de la Universidad de Carabobo, la de educación, donde se licenciarían como pedagogos especializados en lengua y literatura. Posteriormente Mendoza realizaría estudios superiores en literatura latinoamericana por la UPEL, mientras que Pinto lo haría en ciencias sociales, específicamente estudios culturales, por la UC. Eventualmente, ninguno de ellos se dedicaría completamente a la docencia, más sí a la escritura, mientras se sostendrían como promotores culturales dentro de distintas dependencias de la estructura universitaria de la Carabobo.

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Antes de comenzar sus carreras, cada cual recibiría estímulos creativos no siempre literarios y no siempre a través de mecanismos culturales oficiales. Aunque esto pueda considerarse en menoscabo de su cultura, en ellos el haber llegado a los clásicos de la literatura y el arte universal, luego de pasar por expresiones culturales menos alambicadas y muchísimo más rústicas, ordinarias y populares, abonaría a sus capacidades decodificantes, analíticas e interpretativas. Pinto sería ligeramente precoz y empezaría a escribir desde la adolescencia en soledad. Sin pertenecer todavía a la comunidad universitaria, por necesidad de evaluación y orientación, se acercaría al Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la UC, lugar en donde se edita la revista POESIA, publicación en la que encontraría una escuela y luego un compromiso. Para Mendoza no sería muy diferente pues él mismo ha manifestado que la lectura de las ediciones del Departamento marcaría y complementaría su formación en aquellos años. Allí, encontrarían ambos una entrada a la poesía y la teoría poética producida en Venezuela y en el mundo, allí participarían en actividades de formación y divulgación literaria, allí tomarían parte en eventos y movimientos para la reunión con sus pares coetáneos y con otros escritores ya maduros. En fin, desde jóvenes, ambos poetas entrarían en contacto directo con la tradición de la poesía carabobeña y esta los recibiría con aire: de ella tomarán la mesura y la precisión, la observación de la naturaleza y su vinculación con los estados anímicos, la hondura filosófica sin categorías y sin rebosamiento intertextual, entre otras características. Pinto encontraría un mentor en Carlos Osorio Granado, mientras que Mendoza lo haría en Adhely Rivero. Por su parte, Mendoza también contaría con la relevante guía de los poetas Antonio González Lira y Alberto Hernández.

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La conjunción de la capacidad de esfuerzo individual, los talentos detectados y orientados, más las políticas de inclusión social y masificación de los medios culturales, procuró que este par poetas publicasen sus primeros libros contando con tan solo veintitrés y veintidós años de edad. Primero Pinto publicó Aldabadas, en 2005, como resultado de su participación en el Certamen Mayor de las Artes y las Letras, convocado por el Ministerio de la Cultura y por el ahora extinto CONAC. Luego Mendoza, en 2007, publicó Ombligo para esta noche a través de la Secretaría de Cultura de la Gobernación de Carabobo. Ambos libros son una reunión de poemas juveniles, cortos y claros, sin mayores riesgos ni pretensiones y muchas veces con detalles de acabado, por eso digamos intentos, potenciales. Podría aseverar que su notabilidad es la de contener en estado de germinación las preocupaciones, tópicos y técnicas que en sus siguientes producciones encontrarán mayor desarrollo dentro de composiciones más certeras.

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El segundo libro de Pinto, Mecánica (Ediciones Poesía, Universidad de Carabobo, 2006) fue galardonado con el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Valencia. Un libro de alta factura en donde se manifiesta, en textos de corte objetivista, ligeramente narrativos, la singularidad de los desasosiegos derivados del cambio y el crecimiento a partir de las eventualidades de la vida familiar y amorosa, en dialéctica con la figura del padre y su oficio, en tanto prototipos morales para la comprensión, reparación y mantenimiento de los vínculos afectivos con el mundo inmediato. Es una suerte de bildungsroman poetizada. En cuanto al segundo libro de Mendoza, en 2011 fue ganador del IV Premio Nacional Universitario de Literatura Alfredo Armas Alfonzo en el rubro Poesía; bajo el título de Andamios sería publicado en la colección Papiros de la Editorial Equinoccio de la USB. Con un tono conversacional, y un intimismo sosegado, en este libro, Mendoza se revela como un perspicaz y agudo observador del cotidiano, el entorno urbano y de las relaciones familiares, motivado por la arquitectura de la metáfora que muestra el aparataje transitorio que se dispuso para la construcción o reparación de nuestra frágil existencia; Mendoza abona así a una poesía escrita por un fenomenólogo lírico, nativo de los trópicos. A pesar de ciertos rasgos comunes, este par de libros, Mecánica y Andamios, parecen fluir desde lugares distintos del corazón: Pinto recibiría experiencias oxigenadas de sentido, substanciosas, que remite de aurícula a ventrículo para brindarla sin distingo de género y clase a todos los tipos de lectores celulares; en tanto Mendoza captaría influjos hipóxicos, casi inánimes, para que con un movimiento en dirección opuesta al de Pinto, canalizarlos al centro de reconcentración, hacia los pulmones de significado. Esta es una manifestación de polaridad espiritual donde la poesía se concibe como fenómeno natural de dos maneras distintas. En efecto, ambos podrían coincidir en que la poesía es la forma más concentrada de toda expresión verbal, pero diferirían en el origen de esa concentración; en Mecánica se parte del hecho de que imágenes, música e intelección son exteriores y anteriores al poema, acaso éste un simple canal de las fuentes inmanentes de poesía; mientras que en Andamios, es el poema el que reorganiza al lenguaje a partir de elementos neutros y desordenados para proyectarse, razonar y resonar más allá de sí, para trascenderse. En todo caso esto es una conjetura que denominaré hipótesis de orientación, una muy estimulante manera de problematizar la función de los sujetos literarios convencionales.

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Con velocidades de metabolismo y producción distintas, intereses literarios diversos, al día de hoy la obra poética de Néstor Mendoza y Víctor Manuel Pinto está pareja, al nivel de cinco a seis títulos publicados, descontando selecciones y reuniones. Han sido incluidos en numerosas y distintas antologías, y traducidos a varios idiomas. Mendoza se proyecta como un talentoso ensayista; ambos se han atrevido a hacer públicas algunas traducciones de poemas del portugués e inglés y, sobre todo, son reconocidos como críticos e infatigables lectores y editores de poesía. Los dos convergen en el consejo de redacción de la revista POESIA. Mendoza forma parte del equipo de la revista Latin American Literature Today de la Universidad de Oklahoma y Pinto del comité editorial de la revista argentina Buenos Aires Poetry. Mendoza ahora reside en territorio neogranadino, Pinto todavía vive en Venezuela. Sobre ellos la crítica nacional ha reparado sin mezquindad. Tómense como tipos lo que Luis Alberto Crespo ha dicho de Pinto: «Cuidadoso, preciso, la escritura hecha menos para la elocuencia que para señalarse y señalar, el poeta Pinto elige un modo oblicuo de testificar en una lengua de semisombra y es allí donde se encuentra lo mejor de sus cualidades (…)». Mientras que Alejandro Oliveros ha apuntado que «la poesía de Mendoza es la lograda expresión de una nueva objetividad en nuestra poesía. Ahora, son una lectura necesaria; en unos años serán una referencia inevitable (…)».

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Mariano Picón Salas, para dar cuenta de esta América que es todavía oscura pasión más que razón, inopinada y turbulenta como región natural y espiritual, ha dicho que: «la meta social de varias naciones nuestras es que el indio alcance la técnica y recursos que acaparó el dominador, o bien que éste descifre aquel mensaje que se quedó como empozado y asustado en los ojos del aborigen». A partir de esta aparente contradicción, y siguiendo a la hipótesis de orientación, vuelvo la mirada sobre este par de problemáticas influencias vivas mías, Mendoza y Pinto, y examino el estado de sus escrituras y perspectivas, a partir de dos mitos literarios shakespearianos: Ariel y Calibán, los nativos sojuzgados por Próspero, el civilizado y el bárbaro, el mestizo y el originario, el delicado servidor intelectual y el tosco esclavo manual, el espiritual y el material, el que aprende el lenguaje del amo para ejecutar sus dones, designios y ganar su libertad y el que lo aprende para obedecerlo y maldecirlo desde su mísera condición, &c. Podría, para este fin, hacerme de las interpretaciones y revisitas cardinales según la localización geográfica y dominio lingüístico inglés, francés o castellano: Browning, Renan, Melville, Darío, Rodó, Auden, Césaire o Fernández Retamar; pero preferiría optar directamente por Shakespeare para asir a estos dos personajes desde otra cualidad, en tanto productores de objetos verbales, es decir, Ariel y Calibán como poetas. Esta perspectiva, aunque reprehensible por lo aculturada, tiene la ventaja de invertir lo que se espera del pathos, y sus efectos, de estos dos subalternos al distinguido Próspero.

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En el acto I, escena 2, de La tempestad, Ariel canta al ingenuo Fernando la supuesta muerte y transformación de su padre, Full fathom five thy father lies. En esta famosa y menuda canción, trabajada por numerosos músicos y aludida en arte, cine y televisión, Ariel recrea con sutil crueldad la tumba marítima de Alonso, su completa destrucción, la fugacidad de la vida en contraste a los opulentos productos de la digestión del mar, el coral, la perla. Posteriormente, en el acto III, escena 2, Calibán se dirige a dos de los forasteros oportunistas para tranquilizar su inquietud ante el exotismo de la isla de su madre, y les dice Be not afeard; the isle is full of noises, parlamento en donde describe la musicalidad del ambiente, el embelesamiento por su belleza, el gozo ante paisaje y el volcamiento de este hacia el interior de la ilusión, el sueño, más el doloroso despertar de sí. Estas líneas del Calibán ocurren cuando ya se conocen las destrezas y artilugios de Ariel, por lo que la referencia al cruce entre ellos dos, a que sea éste quien canta, duerme, despierta y sacude a aquél, es completamente plausible. Siguiendo estos dos paradigmas de artistas verbales, tan sensibles como contradictorios en su papel dentro de la tormenta y la isla, leo a Mendoza como a un Ariel y a Pinto como a un Calibán.

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Por aparejos para esta lectura e ilustración del dipolo carabobeño, tomo a los libros Quieto (Kavrial Editores Independientes, Valencia, 2014) y Pasajero (Dcir Ediciones, Caracas, 2015). Sugerentes títulos de una sola palabra, ambas polisémicas, se encuentran como referencias opuestas al movimiento, no necesariamente antitéticas: lo inmóvil y lo transitorio. ¿Acaso éticamente complementarias? La calma y lo efímero. El imperativo detente, de golpe, y la condición de viajero en transporte público; ambos vinculantes al ambiente ciudad, a la dinámica social en centros de concentración urbana, a una realidad histórica concreta y a una condición social que circundará los ejercicios de atención y observación de ambos poetas.

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Son libros de estructura y enlace, arquitectura y discontinuidad. Quieto se podría considerar un libro experimental: tiene dos partes, Vida Diávolo y Quieto, más un anexo a la manera de ars a través del ensayo confesional, Gang Bang a la Musa. Algunos de sus poemas son divididos en partes junto un pórtico con frontispicio-epígrafe de poetas venezolanos tales Ana Enriqueta Terán, Ramón Palomares, Pedro Luis Hernández. Provocador por sus ritornellos sobre registros orales de un léxico y una ambientación marginal, es un libro que ha engañado como mínimo a algún frívolo crítico literario al leer unívocamente a su temática como algo lumpen-delincuencial, cuando en realidad se trata de un ejemplar para múltiples lecturas, como ya fue precisado por César Seco con mucho tino, casi ninguna de las cuales toma literalmente a la violencia en tanto fenómeno de la criminalística. En un aparente desorden de percusivos estímulos, sonidos, voces sobre voces, plegarias y deseos irreflexivos, y vértigo (mucho vértigo) van asomándose índices que insinúan la ardua posibilidad de la existencia de un centro quieto, un núcleo y una esencia; son indicios que están lo mismo en el paisaje, en lo que se toma de él como alimento y en la reacción del interior a lo que de afuera proviene. Ahora, respecto a Pasajero, estamos ante un libro más corto y conservador, pero no menos ambicioso. Está compuesto por tres partes numeradas que van reduciendo su cantidad de poemas de veintitrés, a cuatro, a uno de largo aliento. Sus referencias internas a la poesía venezolana están en la apertura del libro con sendos epígrafes de Eugenio Montejo y Miguel Ramón Utrera. También se trata de un libro turbulento y prismático, también sablista, capaz de burlar a un lector desprevenido. Por ejemplo, su mesura no lo hace un libro exento de violencia, en ello se hermana con Quieto y es posible que incluso (me atrevo a decir) lo exceda en la confección de morbosos retratos de sangre y textos de referencia política. La mayoría de sus poemas se enuncian en una frugal primera persona que describe escenarios y reflexiona en un monólogo interior a partir de las imágenes que encuentra para ilustrar su escéptica, mordaz e inquisidora desazón ante lo perecedero. Parece postular a las pasiones como la prisión sanguínea del cuerpo, que se paga por la avidez que induce lo rico y lo extraño. Tanto más cuando estas pasiones se aferran tozudamente a lo determinado a ser finito, a la existencia como tortura y, a la vez, como yerta tumba de todo lo lanzado al tiempo, de todo lo pasajero; así sea forma hermosa y dulce, como el cuerpo o el amor. Extrañeza y separación caracterizan a este libro, más no apáticamente, puesto que no hay sino fenómeno y sombra, y transitamos entre ellas, todos, como viajeros que van en posta. Llegados a este paraje, ya resulta evidente la oposición y conflicto entre Quieto y Pasajero, a pesar de que partan de una experiencia común. Leamos como ejemplos la ocupación diversa de ese espacio de la experiencia en los textos Autobús y Pasajero, de Pinto y Mendoza, respectivamente:

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Los pasajeros: los que he sido en un momento
El chofer: el cuerpo acelerado
y frenando hasta golpearme
La música alta: pensamientos donde giro entre viejas acciones
Un asiento vacío: el espacio de quietud
que nunca logro ocupar

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El pasajero anciano y el pasajero joven
se encuentran en el mismo asiento
comparten la misma ruta y no lo saben
Se dejan llevar a otra avenida, para extraviarse,
mudar de una vez el trayecto establecido.

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En el uno, el viaje en transporte público puesto en función de la inspección interior para encontrar signo de permanencia vital, mientras que en el otro es procura de distanciamiento para testimoniar la catálisis que significa el transporte, y sus desvíos, en la trayectoria común hacia el extravío completo, hacia la muerte. Otro ejemplo para la mirada, la superposición de planos y los puntos de fuga que se emanan del ojo como órgano visual asistido por dispositivos tal la ventana o el sistema de posicionamiento global, tecnologías para afrontar lo invisible, lo intangible, lo inaudible; también instancias de la congoja que produce el movimiento; examinemos un trozo de Paisaje arriba por Mendoza y luego otro de GPS por Pinto:

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Las plantas que viven encima
de los árboles se adueñan de mi paisaje.
Ocultan el tronco y a veces el árbol entero.
Eso siempre me ha causado escozor:

(…)

El escozor no me deja detallar
la extensión y la frondosidad.
Lo que veo pasa por el filtro de la grima,
incómodo obstáculo
entre mi ojo y el árbol.

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Las casas de bloques rojos
van tumorando la piel de piedra del cerro:
y dentro de cada casa: un cuerpo
y dentro de cada cuerpo: una voz
habitando la formación de carne
que habita el cuerpo de columnas y paredes.

– Si me pregunto:
¿Cómo me veré aquí sentado, así tan solo?
– Ya estoy solo.

Así ya no escucho, así no siento mía la voz
que aquí conmigo vive / arriba,
la voz que aquí conmigo se sienta.

 

Realizados brevemente los contrastes específicos, exhibidos los sustratos comunes, tenemos suficiente capital para aseverar que en Quieto la enajenación por las tribulaciones de esta carne que somos se convierte sutilmente, de ser atendida, en una presencia, una compañía; mientras que en Pasajero la quietud que se encuentra a entrambos entre lo rural y lo citadino, es muerte y alimento para los insectos, y de ella no podemos más que alejarnos con el sinsabor de saber que no podemos evadirnos de ese derrotero.

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Entre estas dos obras no hay mayor disonancia en las condiciones de origen, son poesía en el lenguaje de Próspero a partir de la experiencia de sus vasallos, pero ya sin la figura de autoridad que revestía al noble mago; ausente del juego literario (¿realmente?), éste ya habría vuelto a su metrópoli para mutar en científico burgués, metamorfosis de colono en imperialista. Ariel ya no canta, agradecido, bellas formas para complacer a su liberador, Calibán ya no fabrica módulos vitales y hogueras para su apresador mientras entre dientes lo injuria en su idioma. Más bien se trataría de la desenvoltura de un nuevo antagonismo pos-ocupación, morfogenésico, gestante, precisamente porque se oponen, tomando prestadas las categorías semiofísicas de Thom, como la pregnancia de los medios heredados, contra la saliencia de las formas impuestas. Este antagonismo, además, se proyecta y despliega dentro de una situación de exposición a las diferentes corrientes temporales que los cruzan: el tiempo vital y el tiempo histórico, concurriendo heterogénea y vehementemente en la coyuntura donde los cambios de época son perceptibles, pero aún incomprensibles en su sino. Situación donde podría decirse que Ariel y Calibán, con un ánimo barroco, desengañados y pesimistas ante la intranquilidad asociada a un cierto grado de libertad obtenida, alcanzan ambos un dominio aceptable de la técnica y recursos de su maestro, pero no encuentran claro mensaje qué descifrar en los ojos de sus ancestros, no precisamente perlados, pues se encuentran dentro de una bruma de la que difícilmente brotan ensueños y riquezas. Es como si esta última comunicación con el origen de su identidad demandase una contorsión específica sobre la que los cánones occidentales aprendidos no instruyen, algo que no debería sorprendernos, porque estos nos piensan rellenos y contorneados por la sustancia del sueño. Próspero dixit. En efecto, y estoy señalando los precedentes sumarios tanto de Mendoza como de Pinto, habría toma de posturas frente al hispanismo inmodesto, el hipócrita trascendentalismo americano, y también contra el indigenismo reaccionario; pero la definitiva conciliación mestiza de una supuesta raza cósmica no es menos misteriosa que la confluencia del Orinoco con el Caroní.

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Picon Salas tiene razón al aseverar que «el secreto de nuestra psique ha de rastrearse, frecuentemente, por indirecta ruta emocional estética (…) requiere de poetas tanto como de historiadores.». Estos dos escritores más pronto que tarde seguirán proveyendo recursos anátomo-patológicos para el levantamiento del complejo metabólico de nuestro ser americano; y no solo proyectados hacia el futuro, sino en su característica y activa presencia, en una originalidad que incluso imposibilite leerlos a través de las máscaras de una pieza de Shakespeare. Los problemas que plantean, su divergencia natural, atisban una crisis ético-espiritual fundamental para su generación y las posteriores, decídanse unas y otras a hacer hyperpoesía tardoadolescente, poemojis pop, poesía concreta a la manera de memes, pastillas de TikTok, performances o canciones, discursos, sermones, propaganda, murales y demás formas en las que la poesía infiltra los intercambios lingüísticos populares, estén asociados o no a la electronalidad literaria de hoy en día. El lugar de enunciación que Mendoza y Pinto comparten prodiga fragmentos y claves dispersas, puestas a la disposición de las almas sensibles e inquietas que no se conforman con el nihilismo nuclear de la modernidad. Ambos ofrendan elementos para la completación, recomposición o la reinvención de una muy otra interpretación sobre la situación nuestra de ruptura y vaciamiento en su paradójico estado de reiterativo y a la vez siempre nuevo.

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En cuanto pueda referir, por último, a la agitación de su influencia, debo agregar lo siguiente: ya experimentados, aunque no del todo superados, el tutelaje y la dominación; viviendo las consecuencias expansivas de sus crápulas, brotan las cuestionas relativas a qué significa ser sujeto para Ariel y Calibán, ya no extensión objetual de la voluntad de Próspero: ¿qué nuevas maneras de vivir, sentir, son posibles o ya existen de hecho? ¿Cuál es el nuevo rol particular del poeta, el docente, el escritor o, en suma, el intelectual? ¿Cuáles otros saberes, afectos y conocimientos son posibles o ya existen operativamente? Y, por último, ¿cómo se reconfiguran las relaciones de poder en la isla de Sycorax?, ¿cuál es nuestra inserción activa, pasiva o reactiva en ese nuevo entramado? Estas interrogantes se abren sin indicio preciso para su respuesta. Se habrá de notar en ellas un parafraseo a las tres preguntas de Kant ¿qué podemos conocer?, ¿cómo debemos actuar?, ¿qué nos está permitido esperar?, pues los conflictos filosóficos planteados entre Quieto y Pasajero son eminentemente kantianos, habiéndole llegado a sus autores a través de vías disímiles, sea a través de interpretaciones metafísicas individualistas o sea a través de prácticas de un gregario misticismo cristiano, como si hubiesen sustraído un par de libros raros a la voluminosa biblioteca de Próspero para leerlos y leerse a sí mismos, furtivamente, dispuestos a la malinterpretación, involuntaria o deliberada, a los pies de una fila de los parques nacionales San Esteban y Henri Pittier, antiguas tierras de guaiqueríes y taramainas, de clima benigno y abundante agua, para atraernos a nosotros hacia un lenguaje, en tanto conciencia práctica, de la contradicción y el peligro de un presente tan indeterminado como abierto. ▲

 

 

 

 

BIBLIOGRAFIA
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Crespo, Luis Alberto. Las hojas y las palabras. Colección Testimoniales, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1era edición, Caracas, 2014. Del ensayo: Víctor Manuel Pinto y su libro Caravana.
Echeverría, Bolívar. Vuelta de siglo. Fundación editorial el perro y la rana, Caracas, 2007. Del ensayo, La nación posnacional.
Herrera Luque, Francisco. Bolívar de carne y hueso y otros ensayos. Colección Biblioteca Herrera Luque. Alfaguara, Editorial Santillana, 2005. 2da reimpresión, Caracas, 2012. Del ensayo: Juan Vicente González.
Mendoza, Néstor. Pasajero. Dcir Ediciones, Caracas, 2015.
Picón Salas, Mariano. De la conquista a la independencia. Tres siglos de Historia Cultural Hispanoamericana. FCE, 3ra edición, Ciudad de México, 1958. De los capítulos, II El impacto inicial y III La discusión de la conquista.
Pinto, Víctor Manuel. Quieto. Kavrial Editores Independientes, Valencia, 2014.
Thom, René. Prédire n’est pas expliquer. Champs sciences, Flammarion, Malesherbes, 2009.
Toumson, Roger. Trois Calibans. Edición Casa de las Américas. La Habana, 1980. De la primera parte, Les fondaments d’un mythe litteraire: La Tempête de Shakespeare.
Rodríguez-Gaona, Martín. La lira de las masas. Internet y la crisis de la ciudad letradas. Una aproximación a la poesía de los nativos digitales. Colección Voces. Editorial de Espuma, Madrid, 2019.
VV. AA. Nuevo país de letras. Editor y compilador: Antonio López Ortega. Colección Los Rostros del Futuro. Fondo Editorial Banesco & ArtesanoGroup, Caracas, 2016. De la nota: La nueva objetividad, de Alejandro Oliveros.

 

 

 

César Panza. Valencia, Venezuela, 1987. Poeta, docente, editor y traductor. Licenciado en Matemáticas por la Universidad de Carabobo, Panza se desempeña como miembro del consejo de redacción de POESIA. Realizó la traducción de Canciones (1962-1970) de Bob Dylan (Fundarte, 2017). Ha publicado Mercancías (Fundación Editorial El perro y la rana, 2018).

 

Este texto fue leído en la quinta sesión del II Seminario Nacional de Escritura Joven bajo el título «Polaridad y conflictos en mis influencias: Ariel y Calibán en Bárbula».  El evento fue organizado por la profesora Mirla Alcibíades para el Centro Nacional del Libro en el marco de la FILVEN 2021, Caracas.
La imagen que ilustra este post  es un detalle de una obra  realizada por la artista venezolana Gala Garrido

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