«Estoy aprendiendo a vivir en la gran metamorfosis»

Entrevista a la poeta Daniela Camacho, por Diana Moncada

Cuando Daniela y yo nos dispusimos a realizar esta entrevista, la poeta mexicana viajaba de Tokio a Kyoto. La primera conversación estuvo mediada por 13 horas de diferencia en el huso horario. Mientras Daniela viajaba en tren, yo madrugaba en mi habitación. Hablar de punta a punta requiere coordinación pero sobre todo deseos de conversar, lo cual agradezco a la poeta en tránsito que es. Daniela ha escogido como forma de vida la condición de atravesar “sin quedarme,  pero quedándome”, dice, con la dulzura que imagino en su rostro, separado del mío por miles de megabytes.

Daniela Camacho es una poeta y una mujer movida por la fascinación y el extrañamiento. Su universo poético introduce al lector en parajes atravesados por el ardor, el desconocimiento, el ritual y el desastre.

Ha publicado los poemarios En la punta de la lengua (2007), Plegaria para insomnes (2008), [imperia] (2013), Carcinoma (2014), entre otros. De la ingeniería dio un salto al vacío a la literatura, de México saltó hacia Japón, luego a Suiza, más tarde a Egipto y ahora sigue su tránsito en el continente asiático. Es una pasajera sin hogar fijo, pero espacialmente una pasajera en perenne metamorfosis como su escritura misma.

¿Cómo fue tu primera aproximación con la literatura? 

Tuvo que haber sido el asombro. El deslumbramiento de las primeras cosas. Una forma de crear correspondencia. Quizá, incluso, las primeras palabras, eso que significaba una promesa. No diría que fueron los libros; tal vez la música, mi padre escribiendo canciones por las noches en un papel amarillo, su forma de afinar la guitarra y conversar conmigo como si pudiera comprenderlo. Esas cosas me aproximaron al lenguaje, al misterio, a la belleza y la duda. Esa fue una primera forma de leer el mundo, el mío, pequeño, con calor y naturaleza. Ya después vinieron los libros, primeras lecturas que, de nuevo, me llenaron de extrañeza o fascinación. Y de ese lugar ya no volví.

¿Tienes algún recuerdo importante sobre tu primera relación con las palabras que haya determinado tu vocación literaria? ¿Algún descubrimiento prematuro?

Mi ‘vocación literaria’ es como lectora. Así fue desde el principio. En mi casa no había muchos libros; sin embargo, sí hubo hallazgos prematuros que le agradezco al azar: los cuentos de Río subterráneo y Los espejos de Inés Arredondo, por ejemplo; la poesía de Gabriela Mistral y Vicente Huidobro, que encontré en casa de mi abuelo y que nadie ahí había leído. Algunas novelas cortas que me emocionaron porque si las leía en voz alta parecía que alguien les había puesto música. Esas cosas eran las que me fascinaban. Los libros viejos, diccionarios, enciclopedias con fotografías extrañas. La primera vez que abrí un catálogo de plantas quedé como hechizada, todos esos nombres eran ya una forma de poesía que, al día de hoy, surten en mí el mismo efecto. Veía los libros de agricultura de mi padre con mucha curiosidad y seducción por ese lenguaje raro que no comprendía, pero que ya amaba. La escritura vino después, mucho tiempo después.

Has vivido en varios lugares del mundo, ¿dónde viviste durante tu infancia? y ¿a qué edad te diste cuenta de que lo que hacías podía ser poesía?

Nací y viví en el Noroeste de México hasta los 17 años, en una ciudad atravesada por cuatro ríos, Culiacán. Luego me mudé. Entré a la Universidad en la Ciudad de México y quizá fue ahí donde, por primera vez, sentí la necesidad o el deseo (que suele ser más feroz) de la escritura. Pero pasaron años antes de ceder a ese deseo. Cuando lo hice, fue el escritor y editor guatemalteco Carlos López quien me dio esa posibilidad: ¿y si en lo que estaba escribiendo había poesía? Tenía ya más de 23 años.

Escribiste [imperia] a partir de tu diagnóstico de cáncer y del terremoto en Japón (ambos en 2011), ¿el libro lo comenzaste escribir ese mismo año o tiempo después?

El libro trata de la enfermedad y el desastre, no como un relato de lo que pasó, pero sí como una forma de acercarme a la desconocida que fui durante ese tiempo. Dos meses después del terremoto-tsunami-accidente nuclear, vino el cáncer. Yo vivía en Japón en ese entonces. Pero no empecé a escribir [imperia] sino hasta el año siguiente.

¿Qué te movió a escribir a partir de esos hechos? ¿Sublimar la enfermedad y la experiencia trágica del terremoto? ¿u otra razón?

Quizá comencé a escribir para entender, para ayudarme a ver. Las cosas cambian después de algo como lo que ocurrió en Japón. Ser la misma sería como traicionar a alguien. Tenía muchas preguntas y sólo yo me las podía responder. Un cuerpo que enferma accede a lugares de sí mismo que en la salud son inaccesibles. Quería volver a ese lugar de miedo, de desapego y de misterio.

¿Por qué [imperia] en femenino?

Creo que, fundamentalmente, el título ocurrió en femenino por dos razones. Mira, María Negroni, en una entrevista, dijo que lo que escribe, siempre, es lo femenino: lo oscuro, lo insubordinado, el cuerpo, el deseo. Y yo comparto esa idea. No importa si quien escribe es un hombre o una mujer. Es su yo femenino quien descifra el misterio que existe en la escritura, porque ahí está lo fundacional, el principio, la creación, la conexión con la Tierra y con los sueños, entonces yo quise nombrar desde ese lugar. Por otro lado, hubo una necesidad de apropiación, desde mi condición de mujer, del lenguaje. Lo que había en el libro no era imperio. Tenía que decirse en femenino. Como se dice, también, astrolabia, silencia, precipicia.

Si tuvieras que escribir un Ars poética, ¿cuáles serían los principios que determinarían tu escritura poética?

Por suerte, mi escritura es aún una escritura en ciernes. No conozco los principios que la determinan, pero sí lo que la mueve y es tras lo que ando: la experiencia de lo raro, lo inadecuado, lo remoto, lo desorientado.

Tu poesía me remite un poco a las atmósferas logradas por Diamela Eltitt, ¿hay algo de eso? ¿Cuáles son tus escritores de cabecera?

Yo admiro mucho el proyecto de escritura de Diamela Eltit, su resistencia, su vehemencia política, su compromiso crítico y estético. Lumpérica, Los vigilantes o Jamás el fuego nunca, por decir algunas, son novelas de las que salí asombrada, adolorida también. El lenguaje de Diamela es rotundo, casi heroico, y me encantaría que algo de su furor atravesara mi escritura, cómo no. Pero entre mis fascinaciones más constantes te diría que está la obra de la argentina María Negroni, por ejemplo. El sueño de Úrsula es un libro que me pone a temblar por cercano. Toda su escritura resuena en mí de forma muy grave. El libro de las preguntas de Edmond Jabès también. Una lista de autores de cabecera nunca podría estar lista, es algo muy vivo, se reordena todo el tiempo. Pero siempre tengo cerca de Alda Merini, a Anne Blonstein, a Enrique Lihn.

Me contabas que escribes lento, ¿cómo es tu rutina de escritura? ¿Cómo sabes que un poema está listo? (Si es que los poemas pueden estar listos de manera definitiva) y más allá, ¿cómo te has dado cuenta que entre lo que vienes escribiendo hay un libro?

Escribo despacio, sí. Y poco. Leo con rigor, pero en la escritura las cosas suceden de manera muy lenta. Me es muy difícil seguir una rutina, me muevo constantemente de lugar y mis actividades también cambian, mis horarios, todo depende de en qué proyectos esté involucrada. También mi temperamento rechaza la rutina. Así que cuando escribo no voy pensando si lo que hago será un libro. Me concentro en la necesidad. El conjunto o el libro se dan porque el poema está siempre inacabado y hay que intentarlo una vez y otra vez. Cuando escribí Carcinoma y Híkuri me avine a una obsesión. No fueron solamente proyectos de libro (en los que trabajé de la mano con el artista plástico Christian Becerra) sino maneras de pensar el error y la fascinación.

¿Lo errático como tema en tu escritura tiene alguna vinculación con tu condición de tránsito, de viaje permanente? ¿Errar, transitar tendrán alguna conexión?

Christian y yo trabajamos en dos libros al mismo tiempo, libros que serían una expresión verbal, visual y táctil, eran objetos para ser expuestos, manipulados, intervenidos, de algún modo. Él estaba en México, yo estaba en El Cairo. A mí me obsesionaba el cáncer, no por haberlo padecido, sino por su manifestación indescifrable, su misterio, su desorden tan difícil de decir. Había conservado conmigo las muestras de patología celular que desarrollaron en el hospital, también el tumor que me fue extirpado. Christian tuvo la sensibilidad y apertura para trabajar con esas piezas, así como con la máscara con la que era sometida a la radiación y acompañó mi escritura con una instalación muy poderosa. Siddhartha Mukherjee había dicho que el cáncer no es una sola enfermedad, sino muchas, y yo quería saber cuál era la mía. Entendía que ese desarreglo celular, esa bala mágica en el sitio del lenguaje quería decirme algo, ¿pero qué? Carcinoma entonces fue, una vez más, un intento, un impulso para poder ‘ver’. Al mismo tiempo,  trabajamos en Híkuri, que, sin parecerlo, se relaciona con la misma obsesión. El peyote muestra el camino. Y yo quería ver, ya lo dije. La escritura de esos poemas fue una plegaria a la claridad y, también, una manera de decir: estoy aprendiendo a vivir en la gran metamorfosis. Todo este proceso ocurrió entre Japón, México y El Cairo. Así que la condición de movimiento, de tránsito, tuvo que estar vinculada a la escritura. Pero no en su connotación de viaje como tal, sino como una forma de alterar, de transmutarse. Todo está siempre conectado, claro, y todo, también, está siempre cambiando; aquí el error, y el errar, comenzaban a nivel celular y nosotros quisimos traducir esa experiencia como quien persigue un animal que es inaprehensible.

Si la poesía sirve para algo, ¿para qué te ha servido a ti?

Para ir al lugar de las cosas que aún no están domesticadas. Para estar desprotegida. La poesía no tiene que servir, pero sirve. Para comprender mejor el lenguaje del sueño, por ejemplo, su artificio, su fantasma. Para hablar con/por los ausentes. Para ir a lo desconocido con emoción. Y para pensar. Sobre todo para eso, para pensar.

Desde que escribiste En la punta de la lengua hasta tu último libro (Carcinoma) ¿qué ha permanecido y qué ha cambiado en la voz poética de Daniela Camacho?

No reconozco en mi escritura una voz poética, pero sí, quizá, una intuición, una duda que ha permanecido. Diría que ha habido una insistencia por entrar en una zona (la de la infancia, los sueños, el terror) que preceda a la conciencia del lenguaje. Un lugar de insubordinación donde todo está inconcluso y donde todo es imprevisible. Pero han cambiado mis preocupaciones, he cambiado yo y con eso mi manera de escribir, que es cada vez más obsesiva, más ritual, más teatralizada.

DanielaCamacho

Daniela Camacho. México, 1980. Poeta y editora. Egresada de ingeniería industrial y de sistemas por el ITESM y de lengua y literaturas hispánicas por la UNAM. Ha publicado los poemarios En la punta de la lengua (2007) y Plegarias para insomnes (2008, 2010); el libro de palíndromos Aire sería (Editorial Praxis, 2008), [imperia] (2013), Carcinoma (2014), entre otros. Su poesía ha sido incluida en varias antologías internacionales. Es fundadora y miembro del consejo editorial y de redacción de la revista El Puro Cuento. Sus poemas y ensayos han sido publicados en revistas y periódicos de México, Argentina, República Dominicana, Venezuela, Colombia y Perú. La fotografía utilizada en la imagen de cabecera fue cortesía del autor.

Diana Moncada. Caracas, Venezuela, 1989. Poeta y periodista cultural. Autora del libro Cuerpo crepuscular, ganador del Concurso Autores Inéditos, Monte Ávila Editores. Moncada forma parte del equipo de colaboradores de POESIA y dedica parte de su trabajo a la entrevista literaria.

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