Todos son caminos

Lêdo Ivo

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Los jóvenes poetas y prosistas me buscan o me escriben pidiéndome consejos y perturbándome con sus temblores de pichones, todavía apegados al nido. Vuelvo a encontrarme en esas voces antes en que buscaba, en la relación y la orientación de algunas figuras prestigiosas, un camino que en verdad solamente a mí me interesaba descubrir, lejos de cualquier importunación y que me condujo hasta esta fanfarria antes de la polvareda.

El camino de cada uno de nosotros es diferente y aquel a quien buscamos intimidándolo con la interrogación decisiva, solo puede indicar su propio camino. ¿Qué decir de esos jóvenes desconocidos y apasionados que, en sus versos toscos y en sus prosas todavía desorientadas, esconden el misterio de vidas ansiosas y esperanzas excesivas? Tal vez el menor consejo sea este: No pregunten nada a nadie. Sean como el turista que, perdido en una gran ciudad, encuentra por casualidad, después de incontables vueltas, el camino al hotel. Lo que no encontramos solos, es indigno de nuestra búsqueda. Sean diferentes. Hagan de la transgresión íntima una insignia, un valor personal, como esos colegiales reincidentes que, despreciados y lamentados por sus compañeros porque son los peores en la clase, guardan a pesar de todo en sus corazones un tesoro envidiable, una riqueza que durará la vida entera, algo irrestituible como el ruido de la lluvia caída en la infancia.

¿Qué consejos dar a los jóvenes poetas que, en los simples actos de buscarme y graduarme con la honra desmedida del juez de sus destinos, parecen reconocer en mí la evidencia de un camino terminado y de un destino cumplido y, con sus aires matinales, se tornan los emisarios de mi atardecer?

«Ecartez tout systéme, écoutez votre vie profonde, vos secrets» -este consejo del glorioso Barrés al joven comenzante Mauriac, y en el cual vibra toda la sabiduría goetheana, es lo más bello que una inteligencia plena y madura puede dar a un principiante. Realmente, quien no escucha su vida profunda y sus secretos y se deja encadenar por las teorías y sistemas, nada es, artísticamente. La creación poética se inicia en la frontera misteriosa en donde las teorías terminan y comienza una vez más la batalla interminable entre el hombre y el lenguaje- esa abundancia de amor e impostura, cólera e insolencia, nostalgia y esplendor.

Que el joven poeta, que ahora me escribe, aprenda a interrogarse a sí mismo –aprenda a equivocarse hoy, para poder acercarse mañana. Llegará el día en que, atento a un consejo escuchado ahora habrá de tener saudades de los caminos no seguidos, como los viajeros asaltados por la nostalgia de los paisajes que fueron esquivados a su mirar curioso. Cuando llegamos al centro de la vida –que es el centro de nosotros mismos- y comenzamos a interrogar nuestras respuestas y a fijar en nuestra trayectoria una mirada reflexiva, los consejos recibidos sufren de una nueva valoración. Por lo tanto, responsabilizamos a nuestros consejos y maestros de antaño por los errores y desvíos. Verificamos que ellos, casi siempre, no nos distinguían, oculta nuestra singularidad personal, como un etnólogo ante una tribu. Buscaban, los guías, distribuir a ciegas el mismo consejo, la misma verdad absoluta, la medicina inefable y victoriosa que calmaría rápidamente todas las fiebres, como si no fuéramos cada uno diferente a los demás.

En mi caso particular, tuve la fortuna de ser reconocido inmediatamente, al publicar. Ahora, cuando por razones editoriales o por una interpretación crítica me obligan a resolver viejos papeles y recortes de periódico, observo que muchas de las voces de aplauso no venían desprovistas del empeño en evitar que yo recorriera determinado camino –y este era, precisamente, el camino de mi singularidad, la vía en que mis pasos verdaderos encontrarían la confirmación de mi diversidad. Más de una mirada experimentada y profesoral no veía con buen ojo la flor que yo traía en la mano- preferiría que esta viniese vacía, o asegurando aquella rosa conocida por todos y por todos aspirada.

En la década de los 40, había una palabra tan habitual en la boca de los críticos como la propia saliva: despojamiento. A los jóvenes poetas se les intima a despojarse. La ciudad de las letras amenazaba con no abrir sus puertas a los que se atrevieran a encontrar algún canto que se considerara excesivo. ¿Cuántos pavos reales, entonces, no se humillaron a esa imposición del terror literario, autodesplumándose y volviéndose gallinas grotescas? ¡Cuántas fuentes no se volvieron pipetas homeopáticas!

Presuma que tengo derecho a proclamar que no me sometí a las intimaciones y dictámenes de las notas y suplementos literarios. Continué mi camino, incluso en los años que el simple acto de surcar cierta vía constituyera una condena al silencio, una propuesta a la burla hasta que levantara, a un costado de mi barco, una ola inmunda.

En el teatro de la vida, se acostumbra a aplaudir a los actores que se presentan a todos los papeles, aceptan todo y estimulan, se acomodan para recibir todas las verdades y mentiras. Ante estas figuras como la piedra y el hierro. Esto significa que no tengo por infinita mi capacidad de aceptar y comprender, convivir y tolerar. En un mundo en que palabras como diálogo y comprensión viven escondidas en las comisuras de tantos labios mecánicos, no soy insensible a las virtudes de la incomprensión y de ese calumniado monólogo que, dentro de nosotros, es nuestro diálogo íntimo de hombre a hombre. (Y yo mentiría si no dijiese aquí, mi convicción de que hay diálogos imposibles: entre el pobre y el rico, el débil y el fuerte, el casto y el libertino, el religioso y el ateo).

De este modo, en una antología de jóvenes poetas donde todos son desoladoramente iguales, hasta el plagio de la imagen descabellada, busco aquel que es diferente. En la línea de los que todos aceptan y comprenden, busco la mano lista a levantar el estandarte de la incomprensión o de una nueva y brillante insolencia. En el rebaño de los ortodoxos, mi mirada insiste en localizar al heterodoxo indeseable. Sé que se esconde siempre, en el universo de las ruinas y aciertos y brilla como una estrella, la transgresión que redime –luz de semáforo que, en la obscuridad, está al servicio de la vida y de la esperanza del hombre.

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El texto Todos son caminos, pertenece a «Confissões de um poeta» Difel, Río de Janeiro 1979. La traducción al castellano fue realizada por el poeta Pedro Velásquez Aparicio, y se encuentra publicado en nuestra edición impresa n°68 de 1987.

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