Es un animal que es una flor, que es un abismo

Algunas palabras sobre Parasitarias, de Alejandro Castro

 

Gina Saraceni

 

Los que conocen la poesía de Alejandro Castro (Caracas, 1986) seguro recordarán la lengua de sus primeros libros No es por vicio ni por fornicio (2011) y El lejano oeste (2013): una lengua malandra, directa, provocadora, conversacional, descarnada, que va en contra de la poesía para hacer poesía con las piedras de la experiencia o de la reclamación política.

En el 2017, Castro me visitó en Bogotá y en ese momento trabajaba en un libro que me mandó meses después. Me había hablado muy poco de ese libro, solo sabía que tenía algo que ver con la ciencia, el océano y los animales pequeños. Cuando recibí el manuscrito me sorprendió muchísimo porque me encontré con una lengua distinta a la de sus poemarios anteriores. Era la lengua de un náufrago que llegó a una isla donde se hablaba otro idioma y tuvo que inventarse uno nuevo, de la sobrevivencia y la urgencia. A la lengua de la calle quintorrepublicana, la voz del lejano oeste, le siguió, como suplemento inesperado del exilio y de la pérdida, una lengua lírica y resonante, llena de vibraciones y ecos. De esto quiero hablar hoy.

Parasitarias empieza con un epígrafe de la poeta rusa Marina Tsvetáyeva que atraviesa cada poema del libro y que pesa, pesa como una isla en esa lengua náufraga que el libro articula:

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Si pudiera te llevaría
a las entrañas de una cueva.

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Nos hallamos, sin saberlo, frente al primer simbionte. El que dice yo en Parasitarias exprimirá, hasta la última gota, toda la capacidad expresiva de esos dos versos breves, su condición de posibilidad, su sonido, su fuerza, su delirio, su intensidad. La pregunta del parásito es acerca de los límites de la propiedad de la vida, acerca de la autonomía de la vida propia. Cuando dice cueva, este libro dice algo más, dice huésped. El parásito es, entonces, una condición del lenguaje, una reflexión sobre la naturaleza parasitaria del poema, de estos poemas, claro, pero acaso de todo poema, las «amistades íntimas» que desdibujan la frontera entre una vida y otra, porque lo que vive se asienta siempre sobre otra vida.

El poema de Tsvetáyeva «Cueva» fue escrito en 1936, durante su exilio en Francia. Me gustaría citarlo en su versión integral junto al primer poema de Parasitarias, titulado «Lengua geográfica», para observar la fascinante interacción celular entre ellos:

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Cueva

Si pudiera te llevaría
a las entrañas de una cueva
a la cueva de un dragón
a las entrañas de una pantera
a las garras de una pantera te llevaría
si pudiera
al seno de la naturaleza
al lecho de la naturaleza
si pudiera
mi propia piel de pantera me quitaría
entregaría mis entrañas a la ciencia
en la maleza en los arbustos
en los arroyos en la hiedra
allí donde en penumbra
en ensueño y oscuridad
se entretejen las ramas para bodas eternas
allí donde en el granito en la leche y en el líber del Tilo
se entrelazan por siglos de siglos
como ramas y ríos.
Ni en la blanca luz, ni en el pan negro,
en la rosada en las hojas
como amistades íntimas
para que no se golpeen las puertas
para que no se grite
para que no siga todo igual hasta el fin de los tiempos.
Pero es poco cueva, es poco entraña,
si pudiera te llevaría a las entrañas de una cueva
si pudiera
te llevaría.

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Lengua geográfica

Como lágrimas,
había murciélagos. Había
frutas delirantes, troncos
que se quedaron dormidos,
arrastrados por la corriente,
un canto entrecortado por las olas,
un canto mentido que este poema
no podrá repetir nunca. Había
piedras del tamaño de un puño
que no conocen el deseo
ni lo cumplen. Había maldad,
desesperado miedo de no ser pantera,
de no ser
más que hombres. Había
sangre, sangre de tu piel
lastimada por una emoción
que no me recuerda.

Si pudiera, te dije,
y no pude. Había murciélagos,
esas criaturas de la noche africana
que cuelgan como lágrimas,

como ratas aladas por la furia de Dios,
para que nadie pudiera vivir
en las entrañas, en el seno
de la naturaleza, donde yacen
los monstruos.

Había sal en la ola,
qué vergüenza.
Había puños como piedras,
insectos, guijarros, virginidad,
espantos que supieron esperarnos
tras la sangre.

No era la cueva de un dragón, era
apenas la cuenca de un ojo cerrado
como puerta, era reino de lágrimas,
murciélagos.
Ni río ni rama ni pantera ni lecho,
era un hueco, poco cueva, poco entraña.
Si pudiera, te dije, y no pude.

Pero el cielo sabe y los arbustos
cuánto quisimos imposible,
cuánto, terriblemente,

para no gritar o esperar
ni sentir miedo de
los surcos de tu lengua despapilada,
tu lengua de leproso
y las escamas de mi piel
y tus alas de dragón
y una chispa que no fue llama.

Para que no siga todo igual
hasta el fin de los tiempos
volveré a la cueva un día
y daré de comer a los murciélagos.
……………………………………………….(pp.9-11)

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Es el huésped, la cueva, pero también la cifra de una cosa trunca, de una caída. ¿Cómo volver a la cueva con la poesía? ¿Cómo regresar a esa entraña de piedra que es origen y final, promesa y destrucción de una vida, de un amor? ¿Cómo hacer una lengua con los fósiles que la literatura acumula y que el poema convierte en «alfabeto despiadado», «jeroglíficos sencillos» para enterrar a un cadáver, para decirle «nunca» y «de ningún modo», «para que no siga todo igual», para irse? Al decir adiós, Castro inventa un grado cero de la lengua, una lengua con barro, lengua murciélaga y parásita, lengua primigenia y prehistórica hecha de saliva, lágrimas, sangre, humedad, escamas; que mezcla carne, biología, llagas, literatura, que se come a sí misma para sonar como suena un grito dentro de una caverna.

Del mismo modo, Parasitarias es una suerte de archivo, un libro que lee. Y no sólo poesía. Por su sonido, por su capacidad de síntesis, Castro también parasita el lenguaje científico: «Porque así son los científicos, poetas». Y pone a resonar la taxonomía (el reino, el filo, la clase, el orden, la familia) de las plantas y los animales submarinos. El canto sumergido de lo que, después de cierta profundidad, parece una flor, pero es una bestia.

El que dice yo le habla a la cueva, la increpa, es un náufrago, «un hombre originario», «rey de una isla desierta» «donde nada crece», donde la muerte es un erizo y el mar es un desierto, donde «todo tiene espinas» y no «hay una palmera (…), nada vivo, ni un cactus, ni una sombra.» Desde ahí, como en una botella, escribe:

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Mono manso

Madre: había una vez un pueblo frente al mar,
había una vez una casa incrustada en la montaña
y un barco y una alcoba y un niño que mentía:
déjame llevarte a Piélago sargazo que soy blando
y tengo miedo, decía. Que voy a darme entero, decía.
Y si quieres baja, penétrame, voltéame, navégame;
que soy bueno y soy tuyo, decía. Era como haber vivido
veintiocho años completamente solo en una isla desierta.
Y encontrar un libro, Madre. Era como encontrar un pájaro.
Ahora solo tengo el pecho deshabitado, un árbol
como el del cuento, sin hojas, sin nidos.
Madre: dame tus manos, lava mi corazón, haz algo.
………………………………………………………………………..(p.31)

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El verso final, con el Antonio Gamoneda de Edad (1988), es quizás una pista del grado de simbiosis de «Mono manso». El desesperado, el que no tenía nada y encontró un pájaro y lo perdió, el del pecho deshabitado, desdeñado y desengañado, lee sus «Tristes metales»:

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Madre: quiero olvidar
esta creencia sin descanso. Nadie
ha visto un corazón habitado:
¿por qué este pensamiento irreparable,
esta creencia sin descanso?

Estar desesperado
estar químicamente desesperado,
no es un destino ni una verdad
Es horrible y sencillo
y más que la muerte. Madre:
dame tus manos, lava
mi corazón, haz algo.

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Parasitarias constituye una defensa apasionada de la belleza sola del lenguaje, lo que del lenguaje no se deja instrumentalizar. Había dicho que la de este libro es una apuesta distinta dentro de la poesía de Alejandro Castro, pero idéntica es su furia. Cada poema es una batalla en contra de la cueva, en contra de un monstruo impreciso, cada texto se arrastra por el fondo del mar, en las entrañas de la cueva, para sobrevivir al exilio del amor, de la pérdida de una lengua o de una patria, para arrancarle un parásito a los restos de ese desastre y guardar una ola que sirva para escribir, aunque salga espuma, una palabra que diga lo que queda en nosotros de un poema, lo que deja en el oído la poesía cuando se ha perdido todo.

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Gina Saraceni. Caracas, Venezuela, 1966. Poeta, profesora universitaria, licenciada en Letras Modernas, (Università degli Studi de Bologna, Italia), magíster en Literatura Latinoamericana (Universidad Simón Bolívar, Caracas) y doctora en Letras (Universidad Simón Bolívar, Caracas). Entre sus libros sobre estudios literarios se destacan: Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria (2008); La soberanía del defecto. Legado y pertenencia en la literatura latinoamericana contemporánea (2012). En-obra. Antología de la poesía venezolana contemporánea (1983-2008) y en poesía: Entre objetos respirando (1998); Salobre (1998) y Deriva (2000). En 2012 ganó el XI Premio Transgenérico de la Fundación de la Sociedad de la Cultura Urbana con el poemario Casa de pisar duro.

Texto de presentación del libro Parasitarias (Libros del fuego, 2020) realizada de manera virtual el sábado 12 de septiembre entre Nueva York, Bogotá y diversas ciudades del mundo.
El glitch que ilustra este post fue realizada por el poeta venezolano Adrián Arias Pomontty

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